El folletinista prodigioso
A pesar de todas las críticas que se han formulado, a mí estéticamente no me desagrada la Biblioteca Nacional François Mitterrand, de París. Hablo de pura imagen exterior, porque sus usuarios habituales tendrán sin duda razones mejor fundadas para lamentar fallos administrativos e incomodidades que el visitante ocasional que soy desconoce. Pero esos cuatro grandes libros de cristal erguidos y enfrentados junto al Sena tienen algo de impresionante y hasta reivindicativo: ¡el poder de la lectura! Y la lectura al poder: no deja de ser simpáticamente megalómano que el astuto presidente galo quisiera dejar su nombre unido precisamente a ese monumento de erudición y literatura. Después de todo, afortunadamente, estamos en Francia...
¡Lástima que en España no hayamos tenido un Gaston Leroux a su debido tiempo!
Mi más reciente visita a la biblioteca fue para ver la exposición dedicada a uno de mis escritores favoritos de todos los pesos y categorías: Gaston Leroux (permanecerá hasta el 5 de enero). ¿Por dónde empezar? En su origen (descartando unos estudios de derecho sin mayores consecuencias), Gaston Leroux fue un excelente periodista, más concretamente un reportero que cubrió brillante y eficazmente acontecimientos como el asunto Dreyfus, la expedición polar Nordenskjöld o el final del zarismo y los comienzos de la revolución rusa. Podría haberse quedado ahí, pero tuvo la suerte de regañar con el editor del periódico y ser despedido. Fin del reportero Leroux y salve al jovencísimo reportero Joseph Joséphin, también llamado Rouletabille por su cabeza pequeña y muy redonda. Su primera aparición será para cubrir la información de un caso criminal enrevesado, El misterio del cuarto amarillo, cuyo misterio -el primero de asesinato en una habitación cerrada- acabará por desvelar. Después Rouletabille irá a la Rusia zarista, se enfrentará a una conspiración de gitanos, será cronista de la primera Gran Guerra, etcétera... y siempre vivirá en sucesivas series folletinescas sus aventuras extrañas, románticas y secretamente alegres.
Porque las novelas por entregas de Gaston Leroux, llenas de episodios truculentos y enigmas de apariencia sobrenatural, nunca son en última instancia irreversiblemente siniestras. En eso se diferencia de sus admirados Herbert George Wells o Conan Doyle, incluso del mismo Stevenson. Basta comparar Baloo, primero estremecedora y luego melancólica historia de una criatura semihumana, con La isla del doctor Moreau. O El sillón embrujado, sanguinario y divertidísimo relato acerca de un sillón de la Academia cuyos sucesivos ocupantes van siendo asesinados víctimas de una maldición hasta llegar a un académico invulnerable porque no sabe leer ni escribir... Incluso en las fatales desventuras del forzado Chéri-Bibi en su penal late una especie de oscuro júbilo indomable y burlón. Quizá el único personaje de Leroux que nos deje melancólicos sin remedio es Erik, el fantasma de la Ópera, protagonista de la más bella novela jamás escrita sobre el París decimonónico.
Después de Alejandro Dumas, la novela popular en Francia sigue dos líneas principales, la marcada por Gaston Leroux y luego la que inicia Georges Simenon. La una fantástica y jocunda, la otra sobria y pesimista, una que no necesita la esperanza para divertirse y la otra que prescinde cruelmente de ella: ambas excelentes, cada cual a su modo. Gaston Leroux viene secundado por Maurice Leblanc -el creador de Arsenio Lupin- y sin él no habría mucho de lo mejor de MacOrlan, Jean Ray o más recientemente Fred Vargas y Paul Halter. No cabe duda de que Rouletabille es el hermano mayor de Tintín, hasta en su aspecto físico. ¡Lástima que en España no hayamos tenido un Gaston Leroux a su debido tiempo! Eso explica el crónico aburrimiento histórico-costumbrista de nuestra literatura casi hasta hoy mismo: todos los elementos que aquí trascienden el sórdido realismo son importados del extranjero o provienen de la teología.
Durante la Primera Guerra Mundial, una joven enfermera voluntaria inglesa leyó El misterio del cuarto amarillo en el dispensario de Torquay en que prestaba sus servicios y comprendió que allí había un nuevo estilo de novela policiaca que iría más allá de Conan Doyle. Concluida la contienda, publicó en 1920 El misterioso caso de Styles y presentó a sus lectores, que luego fueron cientos de millones, a un detective belga de cabeza oval llamado Hercule Poirot... Hoy, en el momento de acabar esta nota sobre un gran maestro del género fantástico, me entero de que ha fallecido a los 92 años el príncipe de los aficionados al mismo: Forrest J (por favor, sin punto detrás) Ackerman, amigo de Lugosi y Karloff, impulsor de revistas, antólogo de cuentos terroríficos, agente literario de Ray Bradbury (a quien descubrió) e Isaac Asimov, coleccionista impar cuya casa-museo en Karloffornia visité hace ya bastantes años. Allí, entre miles de fetiches y recuerdos de la imaginación filmada y escrita, se encontraban los correspondientes a las sucesivas versiones cinematográficas del Fantasma de la Ópera, en el estreno de la primera de las cuales -la de Lon Chaney- estuvo presente el propio Leroux. ¡Buen viaje, Forry, y recuerdos de tu siempre bella lady from Spain!
Babelia
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