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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Este extraño oficio

Diego A. Manrique

Este raro oficio consistía en escribir sobre música, música popular, y tal vez presentarla en la radio o en televisión. Eso exigía, aparte de cualidades profesionales, una vocación de descubridor: si querías librarte de la tutela de las discográficas, debías esforzarte en arañar información y música. Uno se acostumbraba a viajar en busca de ambos elementos y terminaba aprendiendo cuáles eran los mejores puntos de entrada para evitar el zarpazo de los aduaneros. Muchos dilemas: si se iba a Andorra, ¿era mejor cotizar a la Guardia Civil fronteriza o arriesgarse con la Gendarmería francesa y sus controles volantes?

Los uniformados insistían en convertir aquellas modestas compras en importaciones oficiales, con su papeleo y su 45% de gravámenes. En las inmortales palabras de un vista de aduanas al que tuve la desdicha de tratar, "Beethoven no paga tasas, pero yo no dejo entrar gratis discos de melenudos". Ni siquiera había margen para bromear con los pelos largos del citado Ludwig...

Con Franco, Beethoven no pagaba aduanas, pero sí el rock de pelos largos

Pero urgía ampliar el abanico, más allá de los objetivos de las discográficas. Hasta entrados los setenta, aquí no salían los elepés de grandes nombres del rock (y prácticamente nada del jazz). Poco se sabía del rock argentino o la MPB brasileña. La anglofilia era tan cerril que dejaron de publicarse discos de los mejores artistas franceses o italianos. De Cuba no llegó nada hasta la eclosión de la Nueva Trova. El reggae no existía más allá de Bob Marley. ¿África? Todavía veo el gesto infinitamente despectivo de un capo de la radiofórmula al saber que yo pinchaba los escasos discos africanos que caían en mis manos.

Bastantes de los inconvenientes para conseguir música foránea desaparecieron con el ingreso de España en la Unión Europea. Todavía pueden surgir problemas cuando se aterriza procedente de América, pero los hombres de verde ya no manifiestan aquella rencorosa obsesión por los discos: ahora olfatean sustancias prohibidas. Aun así, había que comprar libros, suscribirse a revistas, relacionarse con coleccionistas de otras latitudes, hurgar en tiendas de segunda mano. Y si se quería trabajar con novedades en la radio, era indispensable estrechar lazos con las discográficas, que los estrenos nunca salen gratis.

Bien, se acabó. Internet ha alterado las reglas del juego. Teóricamente, todo -información y música- está al alcance de cualquiera con ordenador y conexión ADSL: una combinación de la Biblioteca de Borges y la Fonoteca Universal. Obviemos los inconvenientes, como el deficiente sonido (puede mejorarse, lo sabemos) y la ilegalidad de muchas descargas; es dato importante pero, basta de hipocresía, hasta disqueros y miembros de SGAE recurren a los servicios P2P.

La situación amenazaba con dejar obsoletos a los musiqueros. No ha ocurrido exactamente así. La era de Internet se caracteriza por una abundancia de textos deshuesados, que acumulan datos sin transmitir la sensación de haber experimentado lo que se comenta. Sus autores ni siquiera parecen evaluar sus fuentes: no distinguen entre artículos sólidos y escritos promocionales. Los superlativos son baratos en estos tiempos.

La república de los blogs ha dinamitado las jerarquías estéticas establecidas. Con total impunidad, se plantean revisiones de la historia del pop, que pivotan sobre caprichos más o menos argumentados. Son ejercicios a veces enervantes pero, finalmente, vivificantes. Aunque lleven dentro la semilla del disparate, la contestación a lo políticamente correcto desemboca en gestas como mandar a Rodolfo Chikilicuatre a Eurovisión.

En la radio, el asunto también lucía grave. Funcionan emisoras cibernéticas que, a partir de un tema determinado, te ofrecen toda una programación en la misma línea sonora. Y aun así, no han acabado con la radio musical. Quiero pensar que los oyentes todavía prefieren al comunicador, una personalidad con visión propia que acompaña sin alardear de erudición, sabedor de que ahora hay más música disponible que nunca. E igualmente consciente de que, bendita sea, ya no resulta indispensable trasladarse al extranjero para conseguirla.

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