El yo más desvergonzado
Más de 40 creadores, editores e intelectuales debaten en las 'Conversaciones de Formentor' sobre las memorias y las biografías en la literatura
El yo con todas sus consecuencias. Desnudo, encubierto, vestido, travestido. El yo, ese tobogán por el que los creadores se han deslizado a ciegas desde los griegos, entre la filosofía y la literatura, entre memorias, desmemorias, biografías y posmoderna autoficción... El yo, ese temazo, ha sido desgranado durante tres días a fondo en las Conversaciones de Formentor, bajo el título Máscaras del yo, a lo largo de una reunión que ha congregado a más de 40 creadores, editores, escritores y pensadores para radiografiarse por dentro a sí mismos y sus circunstancias.
"No es posible la autobiografía, no es creíble. Miente", sostenía ayer Hans Magnus Ezensberger. ¿Quién pone los límites de la honestidad? ¿Quién no maquilla la realidad? ¿A qué somos fieles? Ni Esther Tusquets, autora de tres volúmenes de memorias, confía en el género: "A mí no me gusta. Cuando las escribo me freno, me autocensuro. En cambio, en la ficción, cuando describo algo propio soy mucho más salvaje".
"No me gusta ese género. Me censuro al escribir", dice Esther Tusquets
Habría que recuperar cierto pudor sobre sí mismo
Según Junger, "el deber de un autor es fundar una tierra natal, espiritual"
Chris Stewart: "En mi país, en mi casa, aprendí a no hablar de mis cosas"
"¿Cuánto de nosotros se esconde entre líneas?", preguntaba Carmen Riera. Prácticamente todo. Aunque lo mismo da, podría responderle Vicente Verdú, autor de No ficción. Para él, ese yo abusivo y abrasivo "es la tabarra fundamental de todos nosotros". Pero aun así, la indagación personal sigue siendo el quid de la mayoría de las cuestiones. De la identidad, de la diversidad, de la esencia, de la muerte. Cuidado. "Puede ser una ictericia, una enfermedad mortal que concluya con el suicidio", zanjaba Verdú.
Pero convendría que el yo no cegara tanto la escritura de algunos creadores en estos tiempos confusos de blogs, facebooks y diversas milongas. No hay vidas tan interesantes, no existen cotidianidades, ni pesadillas, ni pajas mentales o no tan fascinantes como para ser contadas a no ser que uno esté poseído por el don de la fuerza narrativa. Lo bueno del yo es cuando parte de algo propio para llegar a zonas y verdades -un término que los participantes han puesto en la UVI, el de la verdad- universales. Como demostró Montaigne, apenas citado y fundador de una autoficción todavía moderna. Padre o abuelo de lo que Agustín Fernández Mallo cree hoy: que toda literatura es una propia ficción. Como los libertinos ultrabarrocos del siglo XVIII, una de las épocas grandes en cuanto a cultivadores del yo en la historia, olvidados estos días. Como hicieron Voltaire, Casanova, Lorenzo da Ponte o el marqués de Sade.
Ese yo miope que cree el ombliguismo un rompedor invento de la posmodernidad puede cegarnos y confundirnos más. Convertir los egos revueltos, esos que Juan Cruz ha desmenuzado en su autobiografía literaria resultado de su profundo e íntimo conocimiento de cientos de autores, en egos fritos. De ellos, de esos aventureros cosmopolitas, curiosos y viajeros en los tiempos de las luces no ha habido rastro. Aunque sí de la descarnada y desesperada impudicia romántica que los sucedió en el XIX y que Rafael Argullol -presente estos días en Formentor- retrató tan magistralmente en La atracción del abismo.
Habría que recuperar cierta vergüenza del yo, cierto pudor, cierta medida, quizás. Cierta distancia, una prudencia. El yo es bueno en tanto enseñe, en tanto resulte de provecho al paciente lector dispuesto a adentrarse hasta en la línea medio pornográfica que marcan maestros contemporáneos del asunto como Michel Houellebecq o el enorme Philip Roth.
Tampoco llegar a la "mala conciencia", que según José Carlos Llop nos ha producido siempre a los españoles la literatura autobiográfica. Aunque algunos ejemplos descarnados como los de Jesús Pardo y sus memorias han marcado época. Ni a la tara anglosajona que denunciaba Chris Stewart, convencido de que su falta de reparo a hablar de sí mismo en sus libros saltó como una liebre cuando se trasladó a las Alpujarras. "Entre ustedes he aprendido a hablar de mí mismo. En casa, mis padres, fueron muy castrantes, decían que uno no debía nunca hablar de sí mismo".
Cómo no hacerlo, cómo renunciar al yo, si Ernst Junger, indicaba Llop, creía que "el deber de un autor es fundar una tierra natal, espiritual". Marcar el terreno, en fin, como los perros o como los magos de Macondo. Exorcizar las penas. Igual que ha hecho Héctor Abad Faciolince, hijo pródigo en España estos días. A su regreso después de 10 años ha encontrado un creciente éxito de libros suyos como El olvido que seremos. En esa memoria, el autor de Medellín contaba la vida y la muerte de su padre para reflejar ni más ni menos que a Colombia. Todo un yo ejemplar y fructífero nacido de la falsedad que le rodeó en la tragedia. "No sé si hay verdad. Lo que estoy seguro es de que existe la mentira y contra eso, para combatir esas mentiras, es por lo que uno puede escribir determinados libros".
La mentira planea, acecha, amenaza, pero también marca la rebeldía del creador. La necesita y la combate. Por eso el nicaragüense Sergio Ramírez ha contado para qué escribió una memoria propia de los tiempos del sandinismo y el también colombiano Juan Gabriel Vásquez desconfía de las abstracciones. "Todos mis libros parten de un hecho autobiográfico del que luego nace una historia", asegura el autor de Los informantes. De ahí que Vásquez admire a Sebald cuando afirmaba que "la memoria es el espinazo moral de la literatura".
Y su cruz. Su espejo. Su espada. Su condena. Porque, ¿qué tipo de inconsciencia nos lleva a asegurar enemistades por ser reveladas en un papel? ¿A santo de qué? Quizás lo que defina a un escritor es precisamente estar dispuesto a pagar ese precio por el gusto de penetrar en ciertas verdades a costa de historias robadas, secuestradas, sin rescate.
De ahí que muchos estén dispuestos a pagar el precio de su desvergüenza en los comentarios que les atacan en los blogs, todo un género, un campo de pruebas, un territorio de experimentación en esa nueva búsqueda del yo. Así lo sostienen el poeta Biel Mesquida, que destapó todo un sentimiento sadomasoquista del blog, o el argentino Patricio Pron, celebrado autor de El comienzo de la primavera, pertinaz en sus diferencias entre información y conocimiento, o la mallorquina Llucia Ramis, autora de Egosurfing, y el propio Fernández Mallo con su trilogía fundada en Nocilla experience.
Un mundo, el del ciberespacio, que ya no surcarán dos maestros a los que Formentor quiso rendir homenaje estos días: Miguel Delibes y José Saramago. En su inmenso y frágil yo creador, siempre buscarán luz y reflejo todos sus huérfanos lectores.
Babelia
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