El bello deporte de etiquetar
Tom Waits ganó un Grammy por Bone machine como Mejor Álbum Alternativo y se enfadó: "¿Alternativo a qué?". Recibió luego otro Grammy por Mule variations, pero en la rúbrica de Álbum Folk. Lo aceptó, refunfuñando: "En verdad, hago blues".
Asunto delicado el de las etiquetas. Cualquier artista saca las uñas cuando olfatea la presencia de alguna categoría adhesiva, evadiéndose con tópicos tipo "mi música es inclasificable". También hay aficionados empeñados en combatirlas, señalando sus inconsistencias o soltando simplezas como "sólo hay buena y mala música". Ni caso.
Las etiquetas tienen sentido, como elemento de comunicación u honesta estrategia comercial. Hubo genialidad en aquellos disqueros londinenses que buscaron un nombre para que sus exóticas grabaciones pudieran hacerse un hueco físico en las tiendas: la world music se benefició de una denominación evocadora. Lo mismo con la americana, preferible a alt.country. Y, duele reconocerlo, pero está claro que la movida tenía más fuerza que nueva ola madrileña, como decíamos en 1980.
Prosperó lo de 'landfill indie', calificación despectiva para el 'indie' apto para llenar vertederos
Prosperan incluso etiquetas a posteriori, que revalorizan sonidos que brotaron, crecieron y desaparecieron sin rito bautismal: northern soul, freakbeat o incluso garage rock. Resulta más práctico decir northern soul que referirse a "ese soul bailable, generalmente derivado de Motown, que no tuvo éxito en su tiempo pero que fue sacralizado por pinchadiscos del Norte de Inglaterra".
La fobia a las etiquetas deriva de su tendencia a multiplicarse. El indie, la vanguardia y la dance music abusan de ese impulso. En la dance hay una extraordinaria fertilidad: basta con que se alíen dos o tres productores con un sello y algún dj, y una nueva bola empieza a rodar. Repasemos las principales categorías ahora vigentes: techno, electro, house, drum 'n' bass, hard dance, trance, breaks, dubstep, experimental y urban (esta última, esencialmente sociológica: aglutina sonidos hechos mayormente por y para negros, rap y R&B). Quedan fuera subtendencias tipo minimal o deep house, igual que rótulos geográficos: french touch o balearic beats (en realidad, una ecléctica forma de pinchar, concebida en Ibiza). Y prácticas como la del mash-up (entre nosotros, injerto), soldadura de elementos de dos o más temas existentes; al tratarse de un fenómeno generalmente ilegal, no tiene mucha cobertura mediática ni espacio en las tiendas.
En los últimos tiempos, el inventar etiquetas se ha convertido en popular deporte intelectual. Antes, era prerrogativa de la prensa musical, especialmente de semanarios londinenses como New Musical Express. Sin embargo, ya ha perdido parte de esa capacidad, ante la competencia de los periódicos británicos y, sobre todo, los insaciables blogs. La dinámica es conocida. Algún listillo localiza y denomina algún movimiento emergente. Su ocurrencia desata polémica: los escépticos, los detractores, los que juran que ya lo habían detectado. Sin aliento, llegan revistas de tendencias a oficializar el descubrimiento. Sólo falta que aparezcan las grandes discográficas con sus chequeras y se lance a los nuevos prodigios.
Excepto que ese happy end raramente ocurre. Las disqueras han perdido la urgencia por lo cool, tras demasiadas decepciones. El glitch pudo contar con una recopilación oportuna, comisariada por David Byrne, pero resultaba intrínsecamente minoritario. El freak folk incluso tuvo una revista en papel -Arthur-, pero sufrió la oposición activa del cabecilla Devendra Banhart, que insistía en que lo suyo era naturalismo. El problema: los movimientos, que antes podían desarrollarse en años, ahora languidecen en meses.
Así que la cola para el cementerio de tendencias crece imparable: hypnagogic pop, folktronica, lo-fi, hyphy, post-metal, glo-fi, shitgaze, moan-wave, anti-folk, deathcore, nu-rave, hauntology, skweee. Tantas lápidas que surgió lo de landfill indie, calificación despectiva para el indie sólo apto para rellenar vertederos.
El artista inteligente sabe subirse a cualquier ola que le saque de la oscuridad; sin embargo, en cuanto puede, prescinde de soportes con fecha de caducidad. Lo hizo Dizzee Rascal, que encabezó aquel enésimo sonido-de-los-guetos-británicos que llamaron grime. Ocho años después, Dizzee prefiere acogerse exclusivamente al paraguas del hip-hop.
Babelia
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