Ni asesinos ni natos
Desde hace más de una década el cine independiente norteamericano -y por mimetismo el de otros países, incluido el nuestro- busca audiencia recuperando una de las tradiciones más vivas y rentables del cine clásico de Hollywood: el thriller y, sobre todo, lo que en este noble género hay de representación de la violencia en estado puro, el crimen y sus oscuros oficiantes, considerados como pobladores distintivos de la zona oscura de este tiempo, el más violento del que hay noticia.Se han hecho dentro de esta tendencia unas pocas obras extraordinarias y un buen número de películas cuando menos estimables, dignas del oro cinematográfico que tienen a sus espaldas. Embarcados en el rescate han estado cineastas veteranos y de la solvencia de Francis Ford Coppola, Martin Scorsese o Paul Schrader, entre otros. Más recientemente, jóvenes como Joel y Ethan Coen, Howard Franklin, Frank MacNaugent, Abel Ferrara y otros se han añadido a un esfuerzo que -con Pulp fiction, con la que Quentin Tarantino ganó el último festival de Cannes; y Asesinos natos, que permitió a Oliver Stone triunfar en el de Venecia- ha roto las fronteras de la complicidad y se ha convertido en reclamo de grandes audiencias.
Asesinos natos
Dirección: Oliver Stone. Intérpretes: Woody Harrelson, Juliette Lewis, Robert Downey Jr. y Tommy Lee Jones. Guión: Quentin Tarantino. Fotografía: Robert Richardson. Producción: IxtlanNew Regency en asociación con JD Productions. Estreno en Madrid: Coliseum, Tívoli, Novedades, Aluche, California, Albufera, Colombia y Vaguada.
Esta oleada de nuevos thrillers ha seguido una lógica de estrujamiento acelerado del filón inicial, de modo que lo que comenzó siendo un desarrollo del modelo clásico del cine negro se ha despegado rápidamente de sus raíces para convertirse en una especie de subgénero autónomo, en galopante progresión simplificadora del patrón desencadenante. Y hoy, debido a la repercusión ambiental de las dos citadas películas, y sobre todo al enorme triunfo de la segunda en Estados Unidos, puede hablarse, más que de recuperación del género negro, de creación de un género rojo, sin que haga falta añadir que se alude al rojo de la sangre humana derramada.
En Asesinos natos, Stone -con guión de Quentin Tarantino, pero llevado por él a su molino- pretende hacer un ceremonial onírico, compulsivo y brutal, pero con coartada sardónica: un ejercicio de gran guiñol sobre la violencia desatada y llevada al paroxismo. De modo que su representación -concebida en clave grotesca formalmente envolvente y sofocante- vuelva la violencia contra sí misma y el espectador deduzca no una impresentable exaltación del crimen, sino una parodia de esa exaltación y, por ello, una visión crítica de la epidemia de sangre por la sangre y crimen por el crimen, que rodea a los reality shows televisivos y, peor aún, a sus derivaciones -clips hard, filmes de estilo gore y otras formas de coprofagia estética: degustación esnob de la mierda como manjar estético- en el lenguaje, o en algunos de sus recovecos cómplices y degradados por esta complicidad, del seudocine actual.
El tiro le sale a Stone por la culata, y la razón de su descalabro artístico -no económico, por supuesto- hay que buscarla en la errónea medida en que tiene sus habilidades. La violencia es, qué duda cabe, una de las materias con que se amasa el gran cine, el gran arte. Pero una verdadera representación de la violencia requiere, en quien se adentra en su complejo y tortuoso camino, sentido de la tragedia o sentido del humor; y Stone, buen montador y eficaz agitador de tinglados visuales didácticos, carece por completo de ambos dones: está muy lejos de ser un trágico y no tiene ni el menor sentido del humor. Por ello, su filme es un amasijo de carne sin vértebra, un engendro amorfo y artísticamente insignificante: un rentable engañabobos, que llena con cadáveres ensangrentados el vacío que dejó tras de sí el rápido olvido de los dinosaurios en los amaños del marketing del gato por liebre.
Una cosa es representar la negrura de la violencia humana, y otra fotografiar el acribillamiento y el descuartizamiento de peleles seudohumanos. Una cosa es el crimen como desquiciada respuesta a las preguntas que las sociedades generadoras de violencia anidan, y otra la visualización del exterminio de una fila de gente en forma de efecto de dominó.
Una cosa es penetrar en los mecanismos morales y mentales del homicida vocacional o profesional, y otra ofrecer en forma de tarta audiovisual sus ensaladas anónimas de tiros en la nuca o en los testículos. Una cosa es crear la emoción liberadora que desprende la contemplación de los andamios que sostienen el horror y el dolor, y otra es meter, en el estómago de los espectadores un torrente de imágenes más que despóticas, que exaltan con maña rastrera lo que dicen combatir e incapacitan a quien las ve para dar una respuesta propia al aluvión de agresiones visuales con que es bombardeado desde la pantalla.
Hay, sin un sólo cadáver, en los cinco primeros minutos de Winchester 73 (de Anthony Mann) y Río rojo (Howard Hawks) muchísima más violencia -trágica y humorística, respectivamente-. Toda la sangre que Oliver Stone acumula en su película es una pelea de patio de guardería comparada con la sacudida de violencia con que Shakespeare carga los veinte minutos del cuarto acto de Tito Andrónico.
No estamos ante la energía creadora de una obra artística sobre la violencia, sino ante la fofa blandura de una simulación o un juego de violencia de barra de pub de moda ñoña, en el que la acumulación de tiros a bocajarro -dos mil litros de salsa de tomate hicieron falta en su rodaje teñido de falso rojo- suplanta el conocimiento de la lógica, o la ilógica, de la representación del crimen en cuanto inquietud, en cuanto zarpazo de inteligencia negra y, por tanto, en cuanto fuente de libertad y de fascinación.
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