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LLÁMALO POP
Columna
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Trabajando en un burdel

Diego A. Manrique

El chiste ya circulaba en 1974. Lo popularizó Billy Wilder en Primera plana: "No le digas a mamá que soy periodista; dile que trabajo en un burdel". Con el tiempo, se ha ido renovando: hubo incluso una época en que se aplicaba a los directivos de televisión, pero tengo entendido que ya van con la cabeza alta, como si el tufo a cloaca fuera algo ambiental. Ahora, la profesión más vergonzosa parece ser la de disquero; en la escala de odios, sólo son batidos por los directivos de SGAE. Asombra lo que los empleados de una discográfica deben aguantar: cualquier profeta de Internet les trata como imbéciles o trogloditas. Mocosos que jamás han comprado un disco se quejan de tener que subvencionar a "esos parásitos". Artistas y grupos que pasaron fugazmente por la industria parecen orgasmar al ver al gigante con el agua al cuello.

Te miran raro si pretendes defender alguna de las bondades de las discográficas clásicas. Por ejemplo, su sistema de filtros, que iba desde la revisión de las maquetas de sus artistas al monitoreo de lo que estaban grabando: un grupo informal de expertos que, idealmente, mejoraban el producto final. El equivalente, digamos, de los editores en el mundo de los libros anglosajón. Sin esos filtros, salen más títulos que nunca... con un nivel medio deplorable. Sufrimos una avalancha de discos fallidos por mala selección de temas, unos repertorios que nadie intentó mejorar, unas producciones equivocadas que se mantienen. Entiendo que los sellos pequeños carecen de recursos para rectificar errores, pero es que incluso los grandes renuncian a optimizar los discos que entran en sus canales, aparte de la insistencia en el single que pueda abrir brecha en las radiofórmulas.

Discos torpes

Así nacen, con marchamo indie o multinacional, discos torpes, con canciones de melodías vulgares y/o letras anémicas. Grabaciones donde la voz es ininteligible y los músicos han sido encajados a golpes en la horma sonora del boom del año pasado. En el caso de las grandes empresas, se ven las consecuencias de una política laboral suicida: la sustitución de empleados veteranos por curritos que aceptan sueldos ínfimos. Se fue al garete el sistema de aprendizaje, el trasvase de conocimientos de los perros viejos a los recién llegados.

Y así les va. No sólo se degradan los mecanismos de control de calidad de lo que editan; también han retrocedido en las habilidades de promoción, departamento en que las discográficas solían superar al negocio de los libros.

Se acabó lo de establecer relaciones con la gente de los medios para saber de sus gustos personales o necesidades profesionales. En muchos casos, se conforman con hacer mailings informativos. El resultado: lo que podía ser una solución se convierte finalmente en un problema que el periodista resuelve borrando cada día cincuenta o cien correos promocionales. Las disqueras están perdiendo la capacidad de vender sus maravillas. No es el único desastre: hasta descuidan los sistemas de almacenamiento de sus másters. Pero ésa es otra historia... de terror.

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