Miniatura con ballenas
Hace algunos años, Lillian Gish disfrutaba contando una anécdota que ella juraba real. Llamado por Charles Laughton para protagonizar la única película que dirigiera el inglés, la soberbia La noche del cazador, y tras preguntar quién le acompañaría en el elenco, Robert Mitchum torció el gesto: el aspecto frágil y quebradizo de aquella señora ya madura (era 1955) no le predisponía a aceptarla así sin más. "Esta mujer parece una figurilla para colgar en el árbol de Navidad", declaró entonces el actor.Laughton, que no tenía más olfato sino mejor memoria, hizo proyectar para Mitchum una película, El viento, obra maestra de un cineasta mayor, el sueco Victor Sjöström, en la cual Gish interpretaba uno de sus mejores papeles, de esos que hicieran de ella, tras su descubrimiento por Mr. Griffith, una de las grandes divas del cine mudo americano. Ni que decir tiene que Mitchum se entusiasmó: la fuerza y el talento de esa frágil señora en la pantalla eran muy superiores a todo lo esperable.
Las ballenas de agosto
Director: Lindsay Anderson. Guión: David Berry, según su propia obra teatral. Fotografía: Mike Fash. Música: Alan Price. EE UU. 1987. Intérpretes: Lillian Gish, Bette Davis, Vincent Price, Ann Sothern, Harry Carey Jr. Estreno en Madrid: Cine Albatros Príncipe Pío.
La anécdota viene a la cabeza tras la contemplación de ese bello ejercicio de gerontocracia interpretativa que es Las ballenas de agosto, y sobre todo porque aún hoy, pasmosamente, gran parte de esa energía que emanaba en ambos filmes la única actriz surgida en el cine mudo todavía en activo es el centro mismo del microuniverso que recrea el filme. Ciertamente, es un homenaje (fúnebre) a una espléndida Bette David, recientemente fallecida; pero es también un canto de vida de los 91 años gloriosos de una excelsa actriz y de una hermosa diva que es capaz de parecer la hermana más joven de una mujer -Bette Davis- que en 1987, cuando se rodó el filme, tenía más de 10 años menos que ella.
Forma de vida imposible
Las ballenas de agosto es, a la vez, un lamento por una forma de vida ya imposible por el paso del tiempo y el paralelo declinar físico, y el homenaje, concretado en cinco actores (Gish, Davis, Vincent Price, Ann Sothern y Harry Carey Jr.), a un cine no menos irrevocablemente muerto, ése que hoy solemos llamar el Hollywood clásico. La excusa es mínima; contar unos días de finales de verano, hacia 1954, en la casa de dos ancianas hermanas en Nueva Inglaterra. La forma elegida para hacerlo no aporta excesivas novedades, y se ciñe en lo esencial a las férreas unidades de lugar, tiempo y personajes que son propias del teatro, medio para el cual estaba escrita la obra original.Pero lo más significativo de esta película gozosamente démodée es la soberbia lección de interpretación de cinco actores de escuelas diferentes, de cinco personas que están, ellas mismas, en edades parecidas a las que propone la ficción. Y no menos encomiable -y hasta conmovedor- resulta que el director, Lindsay Anderson, antiguo enfant terrible del free cinema y cuyas películas se han caracterizado siempre por su voluntad de crítica e incluso de provocación, deje de lado cualquier voluntad autoral y se ponga a disposición de sus personajes para. bordar una miniatura irrepetible. Quien esto escribe sospecha que Anderson ha querido que su talento se una al de sus dirigidos para rendir un homenaje al Hollywood de cuyos filmes bebió.
Babelia
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