José Tomás y la música callada
Escuchar con los ojos es una de las mayores agudezas del amor, como recuerda Julio López Hernández en la maravillosa escultura que puede verse en el Auditorio Nacional de Música. Así se cumple también en el arte de los toros, según lo comprobamos en la plaza de toros de Barcelona el domingo cuando la reaparición de José Tomás después de cinco años de ausencia. ¡Música!, gritaba algún indocumentado, pero allí estábamos viviendo la música callada del toreo, por decirlo con palabras inolvidadas de José Bergamín. Y cuando la banda atacaba un pasodoble para complacer la petición, lo escuchábamos como una señal de humillación, porque sonaba como una música invasiva. En la tarde del domingo quedaba desmentida la afirmación de Gonzalo M. Tavares de que no hay silencios populares. Los hubo y muy emocionantes para acompañar lo que hacían en el ruedo José Tomás y Cayetano Rivera Ordóñez.
Todos estaban transfigurados por lo que andaban contemplando
En la tarde del domingo quedó desmentida la afirmación de que no hay silencios populares
Acompañado de Sancho Gracia tuve el privilegio de acceder al patio de cuadrillas, más bien un túnel con piso de cemento donde fueron llegando los espadas acompañados de apoderados, banderilleros y peones para aguardar el momento en que se abriera el portón y empezara el paseíllo. El primero en llegar fue José Tomás, ceñido con su capote de paseo, concentrado, mirando al cielo que amenazaba incertidumbre meteorológica. Desfilaban monosabios, aficionados y otras gentes ansiosas de retratarse con el maestro. Accedía a las peticiones, disparaban sus flashes los fotógrafos y los de a pie operaban sus teléfonos móviles, pero el espada continuaba abstraído, ajeno al barullo creciente, con un leve temblor en la rodilla. Luego aparecieron Finito de Córdoba, que en realidad es de Sabadell, en un azul más intenso, y Cayetano, de verde mar y oro. Cruzaron saludos, se desearon suerte.
Estaba Pedro Balañá, empresario y dueño de la plaza, acompañado de uno de sus nietos. Comentaba que a sus ochenta y dos años y medio nunca había sentido una expectación semejante con las entradas vendidas desde el mismo día que se anunciaron los carteles. Preguntamos por el futuro de la plaza en una ciudad cuyo Ayuntamiento la declaró antitaurina. Contó entonces su visita al Consistorio junto con sus hijos para otear el horizonte urbanístico que pudiera tener el solar. Dijo que la reunión concluyó en términos indescifrables. Hablamos de los organizadores del festejo, Casa Matilla de Salamanca, que en su día fueron ojeadores de toros de las dehesas de aquella provincia. Aparecía Alvarito Domecq, que recordaba sus más de 120 actuaciones en aquella plaza. Comprobábamos una vez más que en Jerez sólo se puede ser o Domecq o caballo.
Iban a sonar los clarines con puntualidad taurina y salimos de aquel túnel para ocupar nuestras localidades en el tendido bajo del 1. En el camino por el callejón saludamos a Joaquín Sabina y a Joan Manuel Serrat, que andan de gira conjunta, acodados en sus barreras. Llegamos a nuestros asientos, porque la plaza de Barcelona tiene asientos en lugar del granito corrido de la plaza de Las Ventas. Empezaba el reencuentro con algunos compañeros de abono del tendido del 2 durante la Feria de San Isidro. Se abría el portón, aparecían en cabeza los diestros, se saludaban al modo taurino con sus cuadrillas. El público en pie acogía su presencia con un aplauso cerrado y unánime, emocionante, que seguía y seguía hasta que José Tomás salió a saludar e invitó a sus colegas a que le acompañaran en el tercio.
Vino después la lidia de los toros de Núñez del Cuvillo que convirtió la plaza en el Monte Tabor. Todos estaban transfigurados por lo que andaban contemplando. Era el sabor de lo inefable. Veíamos aplaudir incluso a los que siempre se abstienen porque su nivel de exigencia les bloquea sumarse a las emociones más certeras. Se encadenaban los ¡olés! Se concertaba de modo espontáneo el silencio absoluto para la contemplación de la maravilla sobre el ruedo. Estábamos en el éxtasis. Ni los más profanos necesitaban explicaciones. Se sumaban a la emoción del parar, templar y mandar. José Tomás se atornillaba en el centro del ruedo y rompía el principio de la tauromaquia de Pepe Hillo porque venía el toro y ni él se quitaba ni lo quitaba el toro.
La quietud, el desmayo, el galleo, el recorte, la variedad, el dominio en la mirada cruzada del astado y el espada. La contención gestual, sin lugar para el aspaviento horrendo del deporte de masas. El delirio. Una tarde que convertirá a los aficionados en peregrinos para seguir los contados carteles de esta temporada donde se anuncien los que ayer les arrebataron. Prendidos de emoción desalojaron en calma la plaza. Nadie tenía que ir a Canaletas o a la Cibeles para consumar destrozo cívico alguno. Cada uno quedaba para siempre impregnado del sentimiento de lo inefable, dispuesto a saborearlo hacia dentro, convencido de haber vivido un momento de absoluto privilegio.
Babelia
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