Francisco Ayala cierra el libro
El decano de las letras españolas muere en Madrid a los 103 años - El mundo de la cultura llora la desaparición de uno de los grandes de la narrativa y la memoria
Francisco Ayala, que tenía plaza de inmortal en la historia de la literatura, parecía tenerla también en la historia a secas. Hace tres años asistió, "abrumado y avergonzado", a su propio centenario y, cuentan sus amigos, él mismo hacía bromas sobre su longevidad. Parecía eterno pero murió ayer en Madrid a las 12.30. El 16 de marzo había cumplido 103 años. Por esas fechas contrajo una bronquitis de la que nunca terminó de recuperarse del todo. "De cabeza seguía lúcido, como siempre, pero su cuerpo ya no resistió. Ha muerto sin sufrir", declaró a este periódico el poeta Luis García Montero, coordinador de aquel centenario. Hoy será incinerado en la más estricta intimidad por deseo del escritor.
"He escrito demasiado porque he vivido demasiado", declaró
El siglo largo de vida de Francisco Ayala quedó partido por la mitad con la Guerra Civil. El golpe de Estado franquista le pilló en Chile, la patria de su primera esposa, Etelvina Silva, pero el escritor granadino regresó a España para ponerse al servicio de la República. Por entonces era militante del partido de Manuel Azaña, y catedrático de Derecho Político de la Universidad Complutense de Madrid, la ciudad a la que había llegado desde Granada en 1922 con su familia. El Ayala narrador, que se había estrenado en 1925 con la novela Tragicomedia de un hombre sin espíritu, había asimilado la lección de las vanguardias y era uno de los prosistas más prometedores de una generación comandada por los poetas del 27.
Él, que como becario en el Berlín de 1930 había podido oler la llegada del fascismo, vio cómo el delirio español de julio de 1936 ejecutaba a su padre y a uno de sus hermanos y encarcelaba a otros dos. En febrero de 1939 Ayala partió hacia el exilio. Recaló en Buenos Aires. Con todo, nunca quiso ser un exiliado "profesional". "Para mí el exilio nunca ha sido excesivamente traumático", declaró a este diario en 1977 durante una de sus frecuentes visitas a España antes de instalarse definitivamente en Madrid tres años después. "Yo creo que un andaluz tiene menos problemas de adaptación en Buenos Aires o Montevideo que en Barcelona o La Coruña. Naturalmente, no se trata de algo agradable, y lo peor es la distancia, aunque yo no he sido de los exiliados que se pasaban todo el día llorando o suspirando".
En Argentina fundó la revista Realidad, recientemente reeditada por Renacimiento. El hecho de que por sus 18 números pasaran colaboradores como Jean-Paul Sartre y Bertrand Russell y Borges da una idea del carácter cosmopolita de un escritor que tradujo a Thomas Mann y a Rilke, que siempre alternó la literatura con las ciencias sociales y que, apenas cerrada la herida de la Segunda Guerra Mundial, supo ver que "el proceso de unificación mundial que venía avanzando desde hace tiempo" se había acelerado "prodigiosamente". La globalización intuida en 1947, el año en que se fundó la revista. El mismo en que Ayala publicó su Tratado de sociología. Dos de los seis volúmenes de que consta su obra completa (casi 9.000 páginas en fase de publicación por Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) están dedicados a asuntos no estrictamente literarios.
Con todo, fueron la narrativa -La cabeza del cordero (1949), Muertes de perro (1958), El jardín de las delicias (1977)- y sus memorias -Recuerdos y olvidos (publicadas en 1982 y ampliadas por última vez en 2006)- las que le ganaron un sitio en una historia de una literatura, la española, que no siempre ha sabido dónde clasificar a los escritores exiliados. Ayala era consciente de ello y -junto al Quijote, al que dedicó varias de sus mejores páginas de critica literaria- ése fue uno de los temas que abordó en Alcalá el día que recibió el Premio Cervantes de 1991. Aquella mañana se definió como "escritor español en América", es decir, alguien tenido "por propio y por ajeno al mismo tiempo".
Después de pasar por Puerto Rico y EE UU, donde conoció a Carolyn Richmond, su segunda esposa, volvió a España. Aquí le esperaba una tromba de reconocimientos -ingreso en la Real Academia Española en 1984, Premio Príncipe de Asturias en 1988, el propio Cervantes- que el tiempo y la distancia le habían negado. "He escrito demasiado porque he vivido demasiado, y además lo he hecho intensamente", dijo el día que presentó sus obras completas. Fue hace dos años. Tenía más de un siglo. Parecía inmortal.
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