La violencia como liberación
Hay ahora en Estados Unidos (y por irradiación mimética en Europa) una epidemia de cine sanguinario, que proviene de la conversión del tiro en la nuca y el degollamiento en práctica lúdica de barraca informática, en pim pam-pum de feria acoplado a sofisticaciones visuales más o me nos digitaloides. Son millones las pantallas ensuciadas por estas toscas metáforas de salsa de tomate, hechas a brochazo de es parto por los mediocres Rodríguez, Stone, Fincher, Tarantino y otros salchicheros de los sucedáneos del thriller degradado a en juague de casquería y de máquina de aniquilar marcianitos.Lejos de este estomagante cine domesticado, la gran representación de la violencia es materia primordial del cine indómito, de la imagen en cuanto fuente de libertad. En un cómputo del (corto) recorrido de un siglo de cine, el recurso a la violencia es un asunto infinitamente más serio que esa moda descerebradora inventada por descerebrados. Desde el pesimismo fundacional de Stroheim en Avaricia, a la mirada crepuscular de Eastwood en Sin perdón, pasando por las espeluznantes incursiones de Peckinpah en Grupo salvaje, Vidor en Duelo al sol, Fuller en Una luz en el hampa, Ford en Centauros del desierto, Hathaway en El beso de la muerte, Penn en La jauría humana, Lang en Los sobornados, Walsh en Al rojo vivo y muchos otros turbadores estallidos que pacifican la pantalla -como los escenarios se hacen balsas de emoción confortadora cuando acojen las atrocidades ideadas por Eurípides, Shakespeare, Rojas y otros poetas trágicos-, la violencia conforma un rasgo de cine adulto, que poco o nada tiene que ver con el celuloide de acné en boga.
El funeral
Dirección: Abel Ferrara. Guión: N. St. Jolín. Fotografia: K. KeIsclí. Música: J. Delia. EE UU, 1996. Intérpretes: Christoplíer Walken, Isabella Rossellini, Chris Penn, Annabella Schiorra. En Madrid: Aluche, Liceo, Minicines, Vaguada, Acteón e Ideal.
Aunque raras veces, la paradoja de la violencia engendradora de paz ocurre todavía en las pantallas. Ocurre, por ejemplo, cuando Abel Ferrara se sumerge y nos arrastra a la olla donde se amasa la destrucción del hombre por el hombre: la vida urbana cotidiana de hoy, los entresijos de la guarida donde se ata el nudo de víboras que mantiene unida a una piña familiar. Basta recordar cómo nos hace ser parte de la fragilísima dureza, fronteriza con el sustrato creencial que hay en la blasfemia, de Teniente corrupto, para comprobar cómo ahora (a la manera de Fuller hace décadas) nos baña sin escafandra estética protectora en un pozo irrespirable, bajo cuya agua, gracias a su mirada libre, respiramos libremente.
Fuste trágico
El funeral va más lejos que Teniente corrupto. Lo que en ésta son magníficas salpicaduras de violencia transgresora, en El funeral es la sofocante construcción del mecanismo de la autodestrucción, que se desata en un hogar de gánsters italianos que emergen del subsuelo de Nueva York y debaten ante su cadáver la venganza a un hermano asesinado. Total incardinación de este exasperado buceo dentro de la cotidianeidad por, media docena de asombrosos intérpretes, que en un crescendo de recio calado ceremonial, con gradualidad inquietante, pasan a segundo plano cuando Chris Penn, el descerebrado de la tribu, se alza en cerebro de ella y se apodera de la pantalla en una sacudida de liberación mediante violencia que hay que colocar entre las de mayor fuste trágico de cuantas ha dado el cine. Cine no negro, sino negrísimo, con pequeños (pero peligrosos para el equilibrio del continuo secuencial) balbuceos de ritmo en la zona intermedia, es decir: en la tregua que transcurre entre el gota a gota de acumulación inicial de energía y la descarga final de esta energía en estallido, que Ferrara -inclinado al desaliño además de a la desmesura, pero desde El rey de Nueva York preocupado por el buen acabamiento- resuelve soltando las riendas y pasando el -mando del filme a los intérpretes en el momento exacto para que éstos lo sostengan y no se quiebre la delicada construcción del formidable guión que maneja. Pequeña grandísima película.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.