Conclusión: goyesco sí, de Goya no
Tres cosas especialmente relevantes hay en el informe dado a conocer ayer por el Museo del Prado sobre el polémico caso de El coloso de Goya. La primera: documentalmente se demuestra que el cuadro entró en la familia Fernández Durán -la que donó la obra al Museo del Prado-, a través de la duquesa de Perales en 1931; eso despeja la duda sobre si acaso fuera una réplica o una falsificación tardía.
La segunda: los especialistas del Museo del Prado, a través de su cualificada portavoz, Manuela Mena, jefa del departamento de Goya, no se pronuncian de manera taxativa a la hora de identificar las letras A. J., aparecidas en un rincón del cuadro tras su limpieza, como una segura evidencia de que su autor fuera el estrecho colaborador de Goya, Asensio Juliá, como hasta ahora se daba por supuesto.
La tercera y definitiva: el análisis formal del cuadro, estudiado de manera exhaustiva desde todos los puntos de vista posibles, pone en evidencia que quien lo realizara durante el primer tercio del siglo XIX hizo un cuadro goyesco. Pero también que su autor no es Goya, porque la forma en que están pintados el paisaje, la muchedumbre, la figura que llena el horizonte y, en general, todos los detalles que configuran la superficie pintada, no se corresponde con lo que percibimos como genuinamente goyesco.
Aunque para los no expertos estas razones pueden resultar demasiado técnicas, lo que está claro es que no se trata, por las fechas, de una falsificación, lo que no hay nunca que equivocar con una confusión. No es una falsificación porque, aunque la proyección pública internacional de Goya empieza a fraguarse a partir de 1800, no se convierte en una figura de interés mercantil hasta casi medio siglo después, que es cuando no solamente Goya sino toda la escuela española empiezan a ser buscados con ansiedad por todos los entonces recién inaugurados museos de todo el mundo.
Escandalizarse por el hecho de que una figura histórica como Goya -o cualquier otro gran maestro del pasado- es revisado para autentificar su autoría, es un despropósito que no conduce a otra cosa que a exaltar los peores vicios de nuestro burbujeante mundo mercantil.
El proceso de estudio de El coloso ha sido largo y, pienso yo, bien pautado. Las primeras sospechas respecto a esta obra que durante casi medio siglo nadie puso en duda se produjeron en función de la multiplicación de exposiciones temporales que, con una justificación más o menos clara, se han producido durante las últimas décadas a propósito de Goya, justamente considerado como uno de los heraldos del arte contemporáneo. Con motivo de estas exposiciones temporales, los museos están obligados a revisar el estado de conservación de los cuadros que, o prestan a otra institución o incluso exhiben ellos mismos, y entonces son sometidos a un test no sólo sobre la fragilidad de su superficie pictórica visible, sino también radiológicamente sobre lo que hay detrás de esa superficie.
Cuando en estos análisis salta algún elemento que resulta extraño lógicamente se desencadena un proceso de investigación. Sea lo que sea el objeto puntual de la extrañeza, es obligada la máxima prudencia si el autor del cuadro en cuestión es una figura de la importancia de Goya y, por supuesto, las dudas generadas obligan a un lento proceso de verificación que no hay nunca que airear hasta que hay una mínima convicción sólida. En el caso de El coloso, esta convicción tiene un resultado, a mi juicio, concluyente: nos encontramos ante un cuadro evidentemente goyesco, realizado por un pintor próximo o admirador de Goya, durante el primer tercio del siglo XIX, pero que no es Goya. Se puede vivir esta conjetura de una manera dramática o normal. Yo pienso que lo que debe ser normal es siempre la verdad.
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