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Dagoberto Gilb, escritor y ensayista: “Para los estadounidenses, la cultura chicana no existe”

El autor mexico-americano, conocido por sus cuentos y ensayos en los que retrata la clase trabajadora a la que ha pertenecido, reivindica, sin mucha esperanza, la presencia de pleno derecho de lo chicano dentro del imaginario cultural estadounidense

Dagoberto Gilb en su casa de Austin, Texas, el 23 de marzo, 2025.
Nicholas Dale Leal

Todavía, 75 años después de haber nacido allí, Dagoberto Gilb es visto como un hombre exótico en Estados Unidos; mientras que en México es un gringo más. Lo segundo no le importa, lo entiende: no habla casi español y ha vivido prácticamente toda su vida al norte de la frontera. Lo primero, en cambio, lo enerva, pero lo acepta con la resignación de quien sabe de antemano que está en el bando perdedor. Desde ahí, el escritor mexico-americano —MexAm o chicano, diría él— conocido por sus cuentos y ensayos sobre la clase trabajadora a la que ha pertenecido toda su vida, publicó el año pasado dos libros nuevos, uno de ficción y otro de no ficción, que vuelven a retratar la cotidianeidad sin estereotipar de una comunidad que, aunque es mayoría en la frontera sur, sufre el ninguneo por parte de la cultura hegemónica.

Gilb, cuyos textos se han publicado en revistas como The New Yorker, Harper’s o Best American Essays, no concibe su trabajo como un ejercicio político. Y, efectivamente, lo explícitamente político no se lee en sus líneas, pero sus cuentos reunidos en la colección New Testaments, publicado por City Lights Press, y los ensayos de A Passing West: Notes from the Borderlands, editados por la Universidad de Nuevo México, repletos de crítica social, son difíciles de procesar en otra clave. Especialmente en el contexto actual. Juntos —a pesar de no ser una pareja realmente— los dos libros conversan y se complementan. Los ensayos son un dibujo delineado a blanco y negro, los cuentos colorean el retrato.

Como quien marca con una navaja un tronco para dejar huella de su paso, el trabajo de Dagoberto Gilb dice “presente” en nombre de los chicanos, cuya compleja identidad refleja con tal familiaridad que la da por sentado. No es cuestión de explicar nada. Lo suyo es una respuesta visceral, un golpe sobre la mesa: “No importamos. Para ellos, la cultura chicana no existe. Somos un conjunto de tópicos, estereotipos y clichés. Pero nosotros no nos concebimos bajo sus reglas. Sus reglas dicen que todos somos inmigrantes”, dice por videollamada desde Austin, Texas, donde vive a medias, pues hace años también reside en Ciudad de México en una especie de peregrinaje chicano semipermanente.

Su bandera es el Suroeste estadounidense —el vasto Southwest—, territorio de leyendas de indios y vaqueros, pero, según su lectura, de una cultura dominante blanca y anglo. “Cuando la gente piensa en el espectacular Suroeste de Estados Unidos, cuando ve las formas de esos Estados en su mente, nunca se trata de la gente morena que hay allí. La belleza cruda y desolada del paisaje, sí. La estilosa arquitectura de “adobe español” que hay en él, sí. La sabrosa comida que abunda, definitivamente sí. ¿Pero la gente? Los estadounidenses saben de ellos lo mismo que de unas pocas palabras de español en Cancún. ¿La gente que ha vivido allí, que vive allí ahora y todavía? Están ausentes, purgados, ni una bonita sombra en ese mapa mental. El legado, claro, está muy bien. ¿Una comunidad y una cultura vivas, únicas y prósperas?”, escribe en el ensayo We Have Been Here All Along (Hemos estado aquí todo el tiempo), uno de los dos textos inéditos de la colección. En él expresa con rabia que “la voz del suroeste” sea la de Cormac McCarthy, un “anglo” nacido en Rhode Island y criado en Tennessee, y que la historia de la región, que se expande generosamente desde California hasta Texas y se remonta a antes de que existieran Estados Unidos o México como los conocemos ahora, se reduzca a “un Chinatown turístico en el mejor de los casos”.

Dagoberto Gilb en su casa de Austin, Texas.

Los 25 textos de A Passing West, la mayoría publicados en diferentes revistas en la última década, posan la mirada sobre los territorios fronterizos y sus sociedades con una claridad que solo logra quien pertenece. Muchos de los textos contienen pasajes y anécdotas autobiográficas que revelan con ellos el hábitat natural del autor.

En los cuentos de New Testaments, ese ecosistema es el mismo y aunque Dagoberto Gilb no es el nombre de ninguno de los personajes, más de uno tienen partes de él dentro. El escritor también admite que aunque tiene “sentimientos encontrados” sobre Jack Kerouac, admira que “vivió una vida”; la implicación es que para escribir con credibilidad sobre algo, hay que tener experiencia. Entre sus últimos cuentos, tres son sobre hombres de avanzada edad, todos solitarios y frágiles, dos de ellos con discapacidades causadas por accidentes automovilísticos. Gilb, que todavía convive con los estragos de un derrame, sabe bastante de eso.

Nacido en Los Ángeles en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, hijo de una madre mexicana y un padre blanco de origen alemán que por alguna razón sabía hablar español, Gilb cuenta que tuvo una crianza difícil, aunque él en ese momento no lo sabía. Sus padres se separaron y él no tiene muchos recuerdos de su papá hasta que comenzó a trabajar en la lavandería industrial en la que fue el administrador durante décadas. Mientras, su madre, una mujer muy guapa, iba de novio en novio. El joven Gilb nunca se tomó la molestia en conocerlos, y tampoco pasaba mucho tiempo en casa, se iba unos días, unas semanas, y volvía como si nada. “Viendo atrás me hubiera gustado poder haber hablado con ellos. Preguntarles sobre sus vidas”, dice.

Su vida cambió cuando se graduó en el turbulento año 1968 y la guerra de Vietnam se presentaba como el futuro inevitable de jóvenes de clase trabajadora como él. Tras oír la experiencia de amigos, decidió que haría lo posible por evitar el ejército, así que se enroló en la universidad pública. “Mi vida fue completamente alterada. Nunca había leído un libro. No sabía nada y no sabía que no sabía nada. Todas las materias eran como una chica nueva con la que quería estar siempre”, recuerda. Finalmente, se especializó en religión y comenzó a escribir.

Pero se golpeó con la realidad. Durante años nadie le compraba sus cuentos, no había interés en las historias de personas trabajadoras, así que él se remangaba cada día y trabajaba como constructor para alimentar a sus dos hijos —”siempre necesitaban zapatos”— y su esposa. Aun así, durante 16 años en los que el trabajo físico en las obras junto con sus compañeros sindicales fue lo que puso el pan en la mesa, él escribía. “Escribía como objeto. Escribía de ellos [los trabajadores] como un miembro. Es todo lo que conozco. Ray Carver estaba escribiendo en ese mismo momento sobre la clase trabajadora y recuerdo leer sus historias y pensar: esto no es una historia de trabajo, los trabajadores no son amargados, los tipos que están trabajando tal vez se divierten demasiado, son demasiado salvajes, no andan por ahí desanimados”.

Portadas de libros Dagoberto Gilb.

Cuando estaba a punto de darse por vencido, a principios de los noventa, mandó una selección de unos 25 cuentos a la Universidad de Nuevo México y logró publicar el libro The Magic of Blood, con el que ganó el premio PEN/Hemingway a escritores debutantes. A partir de ahí, la vida no fue igual. “No podría haber tenido más atención. No vendí tanto como otros, pero me fue bien. Me dieron trabajos en cursos de escritura creativa prestigiosos. Y yo nunca había ni siquiera tomado una clase de inglés”. En las siguientes décadas publicó un puñado más de libros y su firma estuvo muchas veces en algunas de las revistas más prestigiosas del país.

Pero llegar a fin de mes nunca dejó de ser un reto. “No sabía que este negocio es tan ridículo”, dice. “Es para niños ricos. Y yo no soy un niño rico. Es muy jodidamente difícil. ¿Cómo vive la gente con ese dinero? No puedes pagar la renta siendo un escritor”, dice con rabia. Y luego, en 2009, un derrame lo dejó con una discapacidad que ha aprendido a dominar lentamente, pero que afectó severamente su productividad.

Hasta que el año pasado publicó dos libros seguidos y por un instante parecía ser un nuevo comienzo. La realidad, de nuevo, propinó un golpe: el nombre de Dagoberto Gilb ya no es tan conocido, la promoción ha sido difícil, las ventas han sido limitadas. El mundo, que cuando salieron los últimos libros estaba atento a una campaña presidencial surreal con atentados y cambios de candidato a meses de las elecciones, le ha pasado por encima y lo ha dejado atrás, admite Gilb.

Sus textos siguen dando voz a una experiencia de vivir poco explorada de una manera tan natural y cercana. Eso, dice con convicción, no cambia. Pero cuando posa su mirada en ese mundo que convulsiona a su alrededor, se admite desubicado. “Ojalá pudiese, ojalá pudiese decir algo. No sé diferenciar arriba, abajo, izquierda, derecha. No lo sé. Vamos rápido, vamos lento. No sé qué está pasando. Realmente estoy muy confundido”, antes de imaginar una movilización masiva de gente, como en los tiempos de las protestas por los derechos civiles.

Por un momento se emociona, luego los ojos que se habían encendido muy fugazmente se apagan y delatan su poca fe en la política formal. Entonces viene su análisis. “Lo que creo que le pasó al Partido Demócrata es que no conocen a quienes se supone que les están hablando. No saben lo que es trabajar por un sueldo por horas. Ninguno ha tenido un trabajo en el que pueden ser despedidos por un jefe cabrón como Trump. Nunca han tenido ese trabajo”.

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Sobre la firma

Nicholas Dale Leal
Periodista colombo-británico en EL PAÍS América desde 2022. Máster de periodismo por la Escuela UAM-EL PAÍS, donde cubrió la información de Madrid y Deportes. Tras pasar por la Redacción de Colombia y formar parte del equipo que produce la versión en inglés, es editor y redactor fundador de EL PAÍS US, la edición del diario para Estados Unidos.
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