¡Woody Allen, que estás en la inopia!
El genial cineasta promociona su nuevo libro mientras no se moja por Gaza pero se deja querer por Hungría y Rusia


A lo largo de su filmografía, Woody Allen ha mostrado tantos hallazgos de genialidad en su exploración de la condición humana que le bastan para retratar el mundo y a sí mismo sin cesar. Estos días hemos podido leer varias entrevistas suyas por la promoción de su última novela, ¿Qué pasa con Baum? (Alianza Editorial). Si nos fijamos en el resumen, trata de un escritor judío de mediana edad, petulante e inadaptado, que no logra hacerse un hueco en el mundo literario y se encuentra ridículamente paralizado por preocupaciones neuróticas sobre la futilidad y el vacío de la existencia. Y si nos detenemos en las respuestas que ha ido dando y algún vídeo reciente en sus redes sociales pareciera que Allen aplica una performance a su campaña lectora porque el hombre, a sus casi 90 años, anda en la inopia.
Aquí se puede ver el reel del que habla el artículo, que por problemas técnicos no ha podido ser embebido.
Allen es un ciudadano informado, lee periódicos en papel a diario. Yo lo he visto imbuido en las páginas del antiguo Herald Tribune una mañana, en el amplio salón de entrada del Hotel Reconquista de su amada ciudad de Oviedo. Se metía en la lectura de su formato sábana abstraído de lo que le rodeaba y concentrado en las diminutas marcas de tinta. A Javier del Pino, en ¡A vivir que son dos días! le confesó el pasado domingo que seguía desayunando con los papeles. Sin embargo, cuando discreta pero directamente le preguntó por Gaza, Allen se escaqueó argumentando que no se sentía debidamente informado para dar una opinión. En EL PAÍS, cuando nuestra compañera Andrea Aguilar le apretó sobre el tema, mostró la misma evasiva, sin embargo nos contó que andaba feliz por los homenajes que le hacían en Hungría y en el festival de cine de San Petersburgo. Demostró así tibieza ante el genocidio de Netanyahu y entusiasmo por los cortejos que le promueven en la Hungría de Orban y la Rusia de Putin, esos dos lugares convertidos en retretes donde agasajar prestigios occidentales en crisis.
Son signos de que la lucidez que le ha consagrado como uno de los creadores más agudos y originales de la modernidad no han impedido que actualmente, en lo que a geopolítica se refiere, ande más perdido que el propio Baum, protagonista de su novela. Me recuerda a aquel personaje que inventó para Desmontando a Harry y que interpretaba un Robin Williams aturdido, espeso, atolondrado por estar desenfocado.
Así veo en esta última etapa de su vida al maestro, dejándose querer por quienes a su costa desean blanquear la imagen de regímenes autoritarios necesitados de algún adorno; despistado y nada comprometido con los horrores que asolan el mundo mientras acepta invitaciones en países donde se persigue y anula opositores, homosexuales, medios de comunicación, universidades, artistas rebeldes, organismos independientes, voces discordantes de la sociedad civil y nadie con un mediano sentido crítico sobre lo que conforma los ademanes dictatoriales de quienes los gobiernan puede sentirse a salvo.
El consuelo de su filmografía atemperará siempre los desengaños y la desilusión que ahora provoca. Dan ganas de aconsejarle que salga de ahí, despierte y reaccione. Los egos frágiles necesitan gasolina, pero si esta viene de países donde impera la atrocidad, la censura, la persecución de la más mínima disidencia, la ley de la fuerza, la dialéctica del asesinato, glorifica más el amor propio el hecho de condenarlos o despreciarlos que cualquier homenaje que venga por su parte.
Vivimos en un mundo difícil para la exposición pública. Cualquier respuesta se convierte en una trampa. Imagino los quebraderos de cabeza de quienes deban proporcionar cualquier obra. Nos rodea una frivolidad asfixiante, pero la creía alejada de quien a diario se informa y toma conciencia de cómo anda el mundo. Más si, encima, se llama Woody Allen.
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