El verano de 1992, la bisagra de España: así fue la televisión del optimismo
Nos prometieron que íbamos a ser modernos, ricos, divertidos. No lo fuimos. El hecho de que Freddie Mercury muriera en 1991, un año antes de los Juegos Olímpicos de Barcelona, debió de darnos una pista
No puedo contar el cambio que sufrió España entre 1991 y 1993 mejor de lo que lo hizo Beatriz Navas en su diario de adolescente (publicado en el sello Caballo de Troya bajo el título Y ahora… lo importante). En esos años pasamos de vernos como un país triunfante, divertido y moderno, a enfrentarnos al reflejo desleído de un espejo que ojalá hubiera sido deformante. Nos prometieron que íbamos a ser modernos, ricos, divertidos. No lo fuimos. El hecho de que Freddie Mercury muriera en 1991, un año antes de los Juegos Olímpicos de Barcelona, debió de darnos una pista.
El verano de 1991 fue, para los niños, más que divertido. Freddie Mercury seguía vivo, quizás velando de algún modo por nosotros. En Telecinco, la cadena que abanderó el kistch, emitía en el mes de julio cosas como las que siguen: La quinta marcha y sus bakalas de pastel. Eriko, la idol en apuros. Bateadores, el triángulo amoroso que creó a tantos otakus. Reposiciones de Vacaciones en el mar.
Como programas estivales, Desde Palma con amor, Las noches de tal y tal o Vivan los novios. ¿En qué se diferenciaban unos de otros? En poca cosa. El presentador, y poco más. Todo era, como recordarán casi todos ustedes, un batiburrillo de humor rancio, cantantes que fueron famosos veinte años atrás, hombres en traje, y mujeres en bikini. Y una presentadora riéndole las gracias al varón. Menos mal que ahí estaban una Mari Carmen, una Concha Velasco, una Laura Valenzuela para añadir algo de dignidad. En los ratos muertos, películas de Bud Spencer y Terence Hill.
En Antena 3 apostaron por Chábeli Iglesias para presentar algo llamado Al sol. Todavía quedaban un par de años para la boda y el vídeo oficial de Ricardo Bofill. Desde Miami —qué necesidad—, Chábeli probaba suerte en el medio del que luego renegaría (durante unos años).
En TVE apostaron por Ana Obregón, Fofito y Rody para hacer Caliente, un contenedor de variedades y glamur en el que dos payasos stricto senso daban el contrapunto a la mujer con la batuta. La apuesta por la modernidad y la elegancia se completaba con escenas en 3D que sólo se veían con esas gafas bicolor que se hacían en Plástica, con celofán azul y rojo.
La modernidad está en las calles. Está en algunos libros, en los cómics. En grupos de música. Toda modernidad sufre de aislamiento insular hasta que llega a la televisión para convertirse en todo lo contrario. Pensar que películas como Delicatessen, Europa o El almuerzo desnudo se estrenaron en el mismo año que los programas arriba citados es tan chocante como ver que Macromassa estaba a un año de sacar Los hechos Pérez mientras Sergio Dalma triunfaba con Bailar pegados. La modernidad nunca ha estado, ni estará, en la pequeña pantalla. De hecho, en 1991, la cultura en televisión aún coleaba, aunque no mucho. Pero la cultura ya la esgrimían algunos personajes que tenían más que ver con el rap del tal y tal que con cualquier catedrático de Filosofía y Letras. Y, de hecho, si pudiéramos viajar en el tiempo, veríamos en la televisión los rostros que tenemos en 2024 en las portadas del Pronto y el Semana.
Para cuando llegó el verano de 1992, el de Barcelona, Mercury ya no estaba entre nosotros, y la televisión ya no brillaba tanto. Habíamos tenido tanta expectación con las Olimpiadas, que algo entre medias nos tenía que anunciar que llegaba el invierno español. Y el invierno en España es tan temible como el invierno en Poniente. Si entre 1990 y 1992 poner la televisión había sido como engullir una caja de petazetas, a partir del final de las olimpiadas, todo fue una indigestión. No solo se transformó Barcelona, sino el país entero. Ya éramos modernos, ¿y ahora qué? Ahora tocaba pagar las facturas, destapar pelotazos, pedir responsabilidades y cambiar la lentejuela por el dos piezas.
El 92 nos trajo Goles son amores, Inocente inocente, La máquina de la verdad, ¡Hola, Raffaella!, Bellezas al agua y el mítico Quién sabe dónde. Este último no se emitió en verano, pero en ese 1992 nos dejó el eco del famoso niño pintor de Málaga. Ese año también cambió el anime emitido en nuestra televisión de la inocencia que pudieran tener Pequeño Lord, La flor de los siete colores, La magia de Emi o Bésame Licia por series con un toque picante más evidente, como Ranma ½ o Cazador. ¿Los emitieron por la resaca postolimpiadas? No. Probablemente los compraron sin pararse a ver de qué trataban.
De la lentejuela al dos piezas. Del dos piezas a la crónica tremebunda. De esta, al corazón, y del corazón, a la telebasura.
Al tercer mandato de Felipe González le quedaba aún un año, aunque la salida de Alfonso Guerra del Gobierno, y el escándalo de Filesa, ya habían impactado en la línea de flotación del PSOE. Entre el optimista verano de 1991 a los aires ya otoñales del año siguiente pasaron muchas cosas, pero los que éramos niños entonces no las veíamos. Solo notábamos, sin saber, cómo la tele cambiaba. Y nosotros, sin darnos cuenta, también cambiábamos. El verano pronto dejaría de consistir en juego, lecturas, y dibujos animados. Yo pasé de ser una persona feliz a no serlo en absoluto. Y en eso consiste tomar conciencia de las cosas tal y como son. Una vez que ves el trampantojo, ya no puedes ignorarlo.
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