Beyoncé no es la primera afroamericana en el country. Y lo sabe
El documental de la CNN ‘Call Me Country’ no está protagonizado por la diva, sino que reivindica a las otras estrellas negras del género. Algunos siguen en el cliché de que hay distintas músicas para cada raza
El tópico reza que el country es la música de la población blanca de EE UU, en particular del sur rural, mientras el rythm and blues pertenece a la población negra. Se ignora que esos géneros se influyeron mutuamente en sus inicios y que la segregación de las audiencias no fue algo natural, sino inducido por la industria discográfica emergente hace un siglo. En aquellos años veinte, dos estilos se dirigían a públicos distintos: el hillbilly, que derivó en el actual country, y lo que llamaban race music, una etiqueta que incluía el blues, el góspel o el jazz. En lo sucesivo, las listas de éxitos y las radios dividirían a los músicos y sus canciones en estas categorías raciales. El modelo aplicado a la música replicaba el de una sociedad de opresiva segregación racial, que duraría sobre el papel hasta los sesenta y que todavía colea.
De ahí viene que haya causado tanto revuelo que Beyoncé haya lanzado este año un disco con música country: Cowboy Carter. En realidad es un álbum ecléctico, como es ella, doble para más señas, pero que incorpora en muchos temas los sonidos camperos. En la portada ella se retrata a caballo vestida de rodeo, bandera nacional en mano. A muchos indocumentados les parece que una mujer negra interpretando country no puede ser considerada auténtica. CNN ha producido un documental urgente para poner contexto a la incursión de la gran diva afroamericana en el género que dicen más blanco: se llama Call Me Country: Beyoncé & Nashville’s Renaissance (Llámame country: Beyoncé y el renacimiento de Nashville) y está disponible en Max.
Si llega uno a este documental esperando una exhibición de Beyoncé, se llevará un chasco. Ni sus canciones ni sus declaraciones son las protagonistas. Beyoncé es de Texas y pasaba los veranos en Alabama, la tierra de su padre, escuchando country: nadie tiene derecho a darle lecciones sobre el género. Pero el reportaje no es una reivindicación de la cantante y su derecho a adentrarse por los caminos artísticos que elija, no. Al contrario, se centra en demostrar que Beyoncé no ha sido la primera, y que ella es consciente de ello.
Es mucho lo aportado por la comunidad negra en el country desde que existe memoria sonora. El mismo banjo, el instrumento más emblemático de sus inicios, es un invento de la comunidad emigrada a la fuerza desde África al Caribe; de allí pasó a los trabajadores de la plantaciones del Misisipi. Las músicas rurales del sur de EE UU abrazaron este artefacto más sencillo de fabricar y barato que una guitarra y con una sonoridad tan característica. Sin él, y sin la influencia del blues, difícilmente el folk anglosajón habría evolucionado a lo que se llamó country.
Este documental no va de Beyoncé, sino de nombres menos reconocidos fuera de círculos especializados. La huella afro está desde el principio: la Carter Family, a la que se considera pionera del bluegrass en los años treinta, se apoyaba en un buen guitarrista y compositor negro: Lesley Riddle. También fue una estrella en territorio hostil Charley Pride, que consiguió algunos números uno en las listas entre los sesenta y los ochenta; en los mismos años triunfó una voz de mujer de piel igualmente oscura, la de Linda Martell. En paralelo, figuras blancas como Hank Williams reconocían la influencia del blues en su obra. Un caso muy paradigmático es más reciente, de 2018: el rapero Lil Nas X lanzó una versión muy particular de Old Town Road, que tuvo gran éxito pero fue excluida por Billboard de las listas de country ante las protestas recibidas. Aquí se discute a esa camarilla en Nashville que decide qué es country y qué no lo es.
Desfilan por Call Me Contry músicos afroamericanos en activo entregados al género: Aaron Vance, Rihannon Giddens, Mickey Guyton y Rissi Palmer. Esta última hace además bandera de ser queer, otro tabú entre los intolerantes. Cuentan que a partir del movimiento antirracista Black Lives Matter, cierta escena country se abrió a una forma más inclusiva de entender este estilo; hasta la homofobia dio pasos atrás cuando algunos artistas salieron del armario. En los últimos premios Grammy, causó sensación que Luke Combs recuperara a la cantautora Tracy Chapman y su Fast Car, que entró como un huracán en las listas de éxitos del country (siendo dudoso que se encuadre en el género) cuatro décadas después de haber sido compuesta y publicada.
Dice la banjista Giddens que aún estamos sufriendo las etiquetas puestas hace un centenar de años: “Fue una decisión de la industria dividirnos. Ellos crearon la segregación y nosotros la hemos perpetuado”. El concepto de apropiación cultural suele utilizarse en sentido contrario, para criticar a los artistas blancos que explotaron los sonidos negros. Todo el rock a partir de Elvis Presley arrastra ese estigma. Esta vez son los puristas del country los que refunfuñan ante una estrella afroamericana del pop metiéndose en el territorio que creen exclusivo. Pero si EE UU ha dado a la humanidad la música popular dominante durante más de un siglo es por esa transferencia de melodías, ritmos e instrumentos entre los dos mundos bañados por el río Misisipi: los hijos de los esclavos de origen africano y los hijos de los colonos irlandeses, ingleses y del resto de Europa. Es hora de superar la idea de que hay una música para cada color de piel. Palabra de Beyoncé, aunque ella no necesite abrir la boca en este documental para convencernos.
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