Elogio y misterio del policial británico
La gran incógnita de este tipo de series no son los crímenes que resuelven, sino cómo logran que cada nueva producción de un género tan manoseado y explotado parezca nueva y audaz
Plano aéreo de un Londres nocturno. Un coche negro y grande avanza por la autopista de circunvalación. Lo conduce Peter Capaldi. Lleva en el asiento de atrás a una pareja que se burla de su cara de enterrador. Capaldi calla, los ignora y sonríe sin sonreír, la vista entrecerrada, atento a todo y despegado del mundo a la vez. Aún tenemos fresco su recuerdo de Doctor Who: ocupó la Tardis entre 2013 y 2017, siendo el duodécimo actor en encarnar al personaje. En la tele británica, ser un Doctor equivale a ser un James Bond en el cine. Marca carácter, como el sacerdocio, y se parece mucho a un pontificado. Una vez se ha sido Doctor Who, se es de por vida, todos los personajes posteriores quedan manchados. Por eso es una audacia poner a Capaldi a dar vueltas por un Londres nocturno: el espectador espera que se dirija a la Tardis o se enfrente a una amenaza espaciotemporal, pero Capaldi solo conduce, sonríe sin sonreír y vigila sin mirar. ¿Quién es, adónde va, qué oculta y de qué va esto? Solo ha transcurrido un minuto, se han sucedido una docena de planos cortos y no ha pasado nada, pero yo ya estoy dentro y no quiero salir. Capaldi aún no ha dicho una palabra y ya tengo la certeza de que Historial delictivo es una gran serie.
¿Cómo lo hacen? Como espectador adicto a los policiales británicos, a veces creo que traspasan la frontera de la prestidigitación y entran en la de la magia. Su misterio más grande no son los crímenes que resuelven, sino cómo logran que cada nueva serie de un género tan codificado, manoseado, explotado, remasticado y con más lugares comunes que flores hay en abril y mayo parezca nueva y audaz.
Cada año, cuando en este periódico me piden la lista de mis diez series favoritas, siempre se cuelan cuatro o cinco policiales británicos. Los norteamericanos a veces me aburren, y los nórdicos, tan aclamados siempre, llegan a darme risa. Los franceses son buenos para la siesta, y los españoles, unos pican y otros no, pero de los británicos rebaño hasta el fondo del plato y repito. Incluso los malos me saben buenos. Cuando no sé qué serie echarme a los ojos, me refugio en alguna comisaría cochambrosa del norte de Inglaterra o de los suburbios de Belfast y me embebo de las andanzas de un detective que no sabe vestirse, vive con el agua al cuello y no se tiene en pie de disgustos personales.
Historial delictivo estará en mi lista de mejores series de 2024. Lo estará por la interpretación de Capaldi, que le da la réplica a Cush Jumbo, y por la maestría con la que la trama sostiene la ambigüedad, jugando al despiste en un mundo de racismos y discriminaciones donde pocas cosas son lo que parecen. Y quizá en estos argumentos se encuentre parte del misterio de la vigencia eterna del policial británico: guionistas y actores han encontrado en él la fórmula magistral para meterse en todos los charcos del mundo de hoy y llevar a la plaza pública, desde la ficción, las angustias y los dilemas contemporáneos. Dirán que eso es lo que hace el género negro desde hace mucho tiempo, y dirán bien, pero es raro encontrarlo tan bien acabado, con tantas capas de lectura y una capacidad tan eficaz para penetrar en públicos diversos, desde el amodorrado que solo quiere saber quién la mató (las convenciones del género hacen que haya muchísimas más víctimas que víctimos), hasta el intelectual que le busca los ribetes filosóficos a cada frase.
Desde el policial, la sociedad británica ha meditado sobre los efectos de la revolución neoliberal de Thatcher (Happy Valley es su cumbre; a mucha distancia, Sherwood), las heridas abiertas del terrorismo del IRA y la corrupción policial (Blue Lights, Line of Duty), la decadencia social y cultural de los pueblos pintorescos (Broadchurch), la crisis de las instituciones democráticas (La sombra alargada o, más política, Collateral, donde conocimos a Carey Mulligan), la insignificancia geoestratégica del Reino Unido en un mundo multipolar (Vigil) o la epidemia de soledad y el envejecimiento de la población (El quinto mandamiento). En muchos casos, aportan más sabiduría al debate que las tribunas periodísticas y que muchos ensayos de profesores de Oxford. La paleta de colores va del anfetamínico y a veces banal Jed Mercurio a la poesía proletaria y elegíaca de Sally Wainwright, sin olvidar las mil variaciones perennes sobre el tema Sherlock Holmes, santo patrón de guardia, invocado en series elegantes y coquetas de consumo masivo, como Endeavour o Grantchester.
El grado de compromiso y profundidad también varía mucho, pero hasta la más banal y comercialota de las series propicia una segunda lectura y viene con un barniz de ironía. Lo fascinante del género es que mira con inquisición y casi siempre con incomodidad. Desdeña el maniqueísmo y rehúye las soluciones fáciles y los sermones. Tal vez en la superficie flote Conan Doyle, pero por el fondo casi siempre bucea Shakespeare. Hoy, los reyes, los Yagos, los Hamlet, los Falstaff y las Lady MacBeth visten uniforme de la policía de las Midlands o de la metropolitana de Londres y conducen por carreteras rurales de un solo carril.
Historial delictivo, de Paul Rutman, dispara directo al racismo y a la pobreza de los suburbios multiculturales de Londres (quizá no sea casualidad que Jim Loach, de los Loach proletarios de toda la vida, haya dirigido cuatro episodios), pero no hay complacencia ni doctrina en su historia, y eso la hace digna de la tradición policiaca de la tele británica. Seguramente sea, junto a La sombra alargada, el último gran título, y ambas confirman que el género está en un momento bárbaro. Por más que los busco, no encuentro signos de desgaste o decadencia. La BBC y las privadas siguen reinando con sus agentes y detectives, y ninguna policía del mundo les hace sombra.
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