‘Feud’: Truman Capote vs. su serie
Si el escritor siguiera vivo, podría haber denunciado a Ryan Murphy por la segunda temporada de ‘Feud’, no ante un tribunal civil o penal, sino ante un hipotético juzgado de lo narrativo
Las enemistades no hablan del odio, hablan del dolor. Con esta sentencia del inicio del primer capítulo de la primera temporada de Feud, la Olivia de Havilland interpretada por Catherine Zeta Jones definía el leitmotiv de una temporada extraordinaria, la que nos contó la rivalidad entre Joan Crawford y Bette Davis. Un aviso a navegantes perfecto: íbamos a presenciar una historia que revelaba que el conflicto entre sus dos protagonistas nacía de las frustraciones de cada una de ellas. La Olivia de Havilland real denunció a Ryan Murphy por difamación. Ganó el productor, en lo que consideró “una victoria de la comunidad creativa y de la Primera Enmienda”.
Si Truman Capote siguiera vivo, podría haber denunciado a Ryan Murphy por la segunda temporada de Feud, no ante un tribunal civil o penal, sino ante un hipotético juzgado de lo narrativo. Hacía mucho tiempo que unos mimbres tan prometedores (un reparto de relumbrón interpretando a unos personajes fascinantes y un entorno con tantas posibilidades) no daban lugar a un resultado tan decepcionante. La factura es excelente, el presupuesto holgado y el elenco estupendo, ¿dónde está el problema? En el guion, en todas sus capas. Primero, en la estructura: vamos a asistir a la ruptura entre Capote y sus amigas después de que él revelara sus secretos en La côte basque, pero para entender la traición que supuso, existen dos alternativas: o desarrollarla antes de que llegue la puñalada o contarla en paralelo tras esta. Ninguna de las dos posibilidades sucede de manera efectiva, lo que va en detrimento de los conflictos que se apuntan (intimidad vs creación, misoginia, homofobia, conflicto de clases, etc.): no se rematan ni se ahonda en ellos. El dibujo de los personajes no es mejor: no conocemos a ninguna de esas señoras de la clase alta neoyorquina en profundidad, sus personalidades parecen circunscritas a nuestras ideas sobre las actrices que las interpretan. Un escritor que ambicionaba convertirse en el Proust americano nunca habría perdonado esa vaguedad, como tampoco habría aprobado unos diálogos que a menudo pecan de explicativos y de presentistas.
Ryan Murphy ha conseguido lo que casi ningún productor americano actual (y algo a lo que desgraciadamente aspiran demasiados españoles): que muchos le atribuyan la creación de las series que produce incluso cuando no las escribe él. Es el Aaron Spelling del siglo XXI. Pero muy a menudo el sello Murphy no es garantía de calidad. Este es solo el último ejemplo.
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