La caída de los dioses televisivos
‘The Morning Show’, cuya tercera temporada acaba de estrenarse, tiene tantas capas meta que hace falta un pelapatatas para sacarlas
La televisión lleva hablando de sí misma casi desde el principio. A los artistas del medio siempre les han fascinado las tripas del negocio, sobre todo de la parte más periodística. El pionero Carl Reiner contó en 1961 las desventuras de un guionista en The Dick van Dyke Show, inaugurando un género de series metatelevisivas que termina (de momento) en The Morning Show (Apple TV) y demuestra que la caja tonta nunca fue tan tonta ni tan narcisista: la mayoría de estas ficciones están lejos de ser ejercicios de lo que Rafael Sánchez Ferlosio llamaba onfaloscopia (esto es, el arte de contemplarse el ónfalo u ombligo). Por crueles que seamos los que escribimos sobre televisión, es difícil encontrar en nuestros textos retratos tan inmisericordes como los que la propia televisión ha hecho de sí misma.
The Morning Show, cuya tercera temporada acaba de estrenarse, tiene tantas capas meta que hace falta un pelapatatas para sacarlas. Suena un poco a elegía, como si narrase la caída de los dioses catódicos, y explica muy bien la guerra y los cambios que se están dando en las cadenas privadas españolas, a degüello por una hegemonía casi perdida. También se adelantó a los casos de DeGeneres y Fallon en Estados Unidos. La ficción no supera a la realidad, pero muchas veces la anticipa.
Contrasta este tono de novela de Thomas Mann con la alegría de las sátiras anteriores. Está lejísimos de la jarana vivaracha y gamberrísima de 30 Rock (de lejos, la mejor comedia sobre el arte de hacer comedia en la tele) y de la épica moralizante de Murphy Brown o la engolada The Newsroom, del incontinente Sorkin. No diría que la metatelevisión se viste de luto: aún no da por muerto a su medio, pero sí empieza a ponerse trágica e incluso nostálgica. En nada, nos contarán las batallitas de la mili.
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