‘Succession’: una serie robótica para público robótico
Me parece estupenda para una clase sobre técnicas narrativas y dramáticas, pero insoportable para una noche de viernes

Esto no es un artículo, sino una confesión de cuyos pecados espero me absuelvan. Soy escritor, me interesa mucho la tele y devoro series, incluso series infectas, practicando la coprofagia televisiva. Llevo años comentándolas en este periódico, en la radio y allí donde me dejan, incluso en la propia tele, las pocas veces que la tele se permite analizarse a sí misma. Entre mis amigos abundan los escritores como yo, periodistas con mi misma patología, cinéfilos de toda condición, guionistas y hasta cineastas, todos unánimes en su pasión. Todos comparten su deleite: “¿Has visto el último episodio?”, preguntan, cinco minutos después de que HBO Max lo haya colgado. “Madre mía, la muerte de Logan”. “Es, sin duda, la mejor secuencia de la historia de las series”. Comentan y recomentan, celebrando la genialidad de los guiones, la grandeza de las interpretaciones y la audacia vanguardista que ha roto las convenciones del drama.
Ante su entusiasmo, opongo una sonrisa educada y un silencio cabizbajo. Tienen razón, no puedo reprocharles sus análisis. Yo también la he visto (vi las dos primeras temporadas del tirón, la tercera a trompicones, y algo de la cuarta, ya como el niño bien educado que se termina el plato para no disgustar a sus anfitriones) y no puedo negar que sus afirmaciones son justas. Pero han hinchado tanto el globo que cualquier disidencia suena a tabú. Decir que Succession te deja frío, que te importa un carajo el destino de los Roy, que no te emocionan el diseño de producción ni los debates sobre el vestuario de los ricos y que incluso te carga sobremanera la autoconciencia con la que está escrita e interpretada, como si guionistas y actores se celebrasen a sí mismos el genio y compitiesen por ver quién lo tiene más grande, decir todo eso, digo, te convierte en un paria. Sé que me desterrarán de la tribu, aunque confío en la bondad de los amigos: yo no les tengo en cuenta lo plastas que se han puesto con la familia Roy.
Que no me guste Succession significa, probablemente, que no me gustan las series. Ya descubrí hace tiempo que no me gusta la literatura, frase que suelto a veces en encuentros literarios y se toma por una boutade, pero es cierto: casi nunca me interesan los libros que entusiasman a los letraheridos. Me aburren las polémicas sobre estilos, géneros y enfoques, y las discusiones entre críticos literarios me suenan tan ajenas como las que se dan entre teólogos. De la literatura me interesa lo mismo que de las series: su capacidad para ampliar la vida, su conexión profunda con ella. Me encanta Kafka, pero deploro casi todo lo que se ha escrito sobre Kafka, por ejemplo.
Por eso, una serie tan brechtiana como Succession, que produce ese distanciamiento perseguido por los grandes dramaturgos del siglo XX, que dibuja a los personajes como personajes y no como personas, dejando la tramoya casi a la vista, me parece estupenda para una clase sobre técnicas narrativas y dramáticas, pero insoportable para una noche de viernes. No es extraño que la gocen los del gremio y aledaños, pero quienes vinimos a esto por la vida y aspiramos a quedarnos por ella nos desesperamos ante su pomposidad. Algo parecido le pasaba a Sorkin y su Ala oeste, pero en Sorkin siempre prevalece la vida. Tras la espesísima selva de su prosa hay un destello de humanismo que emociona. Succession, en cambio, es un buen preludio de la inteligencia artificial. Cuando los guionistas sean ordenadores, escribirán cosas así. Y los más robóticos de los espectadores aplaudirán encantados.
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