La última pregunta de Iñaki Gabilondo se queda sin respuesta
El periodista convoca a un grupo dispar de personajes para charlar sobre España. En los contraplanos y acotaciones se aprecia a un profesional que antepone su curiosidad a su afán de predicación
A la manera de Cervantes cuando escribió la segunda parte de su novela de seudocaballería, Iñaki Gabilondo ha colocado la palabra “última” en el título de su despedida de la tele: ¿Qué (diablos) es España? La última pregunta de Iñaki Gabilondo (Movistar Plus+). El escritor mató a Don Quijote para asegurarse de que ningún vivales lo echaba otra vez a los caminos, y Gabilondo (o Iñaki, pues se ha ganado esa nobleza rara tan española que consiste en ser conocido por el nombre de pila) coloca ese “última” como advertencia para incrédulos. Que sí, que esta vez se va de verdad, nos dice. Yo me resisto a creerlo y no le tendría en cuenta que se desdijese y nos regalase un par de bises. De hecho, donde pone “última” yo voy a leer “penúltima”, como se dice de las copas entre amigos cuando se van cerrando los bares y uno se resiste a volver a casa.
Mi esperanza se alimenta de la suavidad y sencillez de esta despedida, tan llana, sin tracas ni fuegos artificiales. En este documental de 70 minutos, el micro de Iñaki baja su regleta haciendo lo mismo que cuando la subió por primera vez: preguntando. Convoca a un grupo dispar de personajes para charlar sobre España, y en los contraplanos y acotaciones del presentador se aprecia a un periodista que antepone su curiosidad a su afán de predicación. Sé que Iñaki tiene opiniones y reflexiones más interesantes, complejas y profundas que algunas de las que expresan sus interlocutores, pero se las guarda para sí, demostrando (¿por última vez?) que su carrera se construyó con una virtud muy poco española: dejar hablar a otros. En un país donde cada ciudadano se tiene a sí mismo por filósofo, presidente del Gobierno y seleccionador de fútbol, y no hay pandilla de amigos sin alguien que resuelve a gritos los males de la patria, el acto humilde de sentarse y escuchar con atención a los demás tiene una grandeza emocionante.
Con una puesta en escena y una composición de planos tan sobria como elegante (marca de la casa, la productora La Caña Brothers, que ha facturado los últimos programas de Gabilondo), el presentador y el personaje se sientan en sendas sillas de tijera rojas. Es una emulación sutil del acto de tomar la fresca en un pueblo o de tertuliar o de darle a la sin hueso en una sobremesa. Una docena larga de testimoniantes desgrana sus meditaciones sobre el imperio español, la Iglesia, la vertebración o invertebración territorial, las lenguas, los afectos, el humor o el carácter. El discurso varía de la ingenuidad de indiano de José Andrés y las ocurrencias de David Broncano a la sofisticación intelectual del historiador José Álvarez Junco, pasando por la mitología liberal de Cayetana Álvarez de Toledo (única política en el plantel) o la socarronería informada de David Trueba.
Gabilondo solo acota. Cuando Daniel Innerarity cita a Rilke (“Quién habló de victoria, sobreponerse es todo”), el locutor traduce y amplía: “Por qué conformarse con la victoria, cuando puedes alcanzar un acuerdo”. Atención, spoiler: no hay una conclusión. La última pregunta de Gabilondo queda sin respuesta. Del programa se sale con la misma incerteza con la que se entró, pero nos descubre algo que tal vez estuvo ahí todo el tiempo, implícito en el magisterio del periodista que ha narrado España durante tantos años: lo importante es la conversación, no lo conversado.
Al principio, la voz de Iñaki introduce un fatalismo que el documental desmiente: que estemos siempre dándole vueltas a qué es España, lejos de ser un síntoma de tragedia o atraso, lo es de modernidad y complejidad. Que una docena larga de españoles ilustres (alguno, incluso ilustrado) sean capaces de divagar durante 70 minutos sobre su país sin ponerse trascendentes, sin exaltarse, sin echarse las patrias encima y sin abusar del cinismo y el sarcasmo es un hito nacional. Gabilondo ha hecho un programa impensable en sus comienzos profesionales, y con él ha culminado una de las carreras más impresionantes y robustas de la historia del periodismo español. La única pena es que, de tanto dejar hablar a los demás, nos ha hurtado sus propios pensamientos. Nos los deja a deber. Esto no puede ser lo último.
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