‘Stranger Things 4’: un brillantísimo viaje en el tiempo
La nueva entrega de la exitosa serie de los hermanos Duffer perfecciona hasta lo indecible una narrativa que sublima un pasado en el que todo era aún físico y dependía de un mundo muy real

Todos somos viajeros del tiempo, le dice, por carta, Jane Hopper Once (una siempre poderosa y magnética Millie Bobby Brown) a Mike (Finn Wolfhard) en una de las escenas de apertura de la brillantísima cuarta temporada de Strangers Things (Netflix). Y la máxima da en el blanco del apasionante espíritu de la obra de los hermanos Duffer, devoradora y sublimadora del pasado, que jamás se han limitado a homenajear a Stephen King en fondo —esto es, tomándolo como punto de partida para historias y personajes— sino que lo han hecho también en forma. Es decir, han tomado, como él, todo aquello que vivieron, toda la cultura pop que consumieron como niños y adolescentes y lo han devuelto a la vida, lo han sublimado, utilizando el fantástico —el terror—, ese otro mundo en el que quieren seguir creyendo, como medio para conseguirlo.
“Fíjate bien en todo. Ya has estado aquí antes, pero las cosas están a punto de cambiar”, sentencia el narrador de La tienda, el clásico de King, y algo así podría decirse de la narrativa de los Duffer, que alcanza en esta cuarta entrega —expansivamente deliciosa, cada escena como un pequeño abismo al que asomarse, en el que, como ocurría con el cine de los ochenta, instalarse— una cima difícilmente superable. Que el lenguaje metarreferencial que han inventado Matt y Ross Duffer está permitiendo a los espectadores el milagro de viajar en el tiempo y volver a sentir con la intensidad del momento como no lo habían hecho hasta ahora —de ahí la perfección—, lo demuestra la imparable vuelta a la vida de Running Up That Hill, de Kate Bush, tema central de la temporada, cuyas escuchas en Spotify han subido un 8.700% desde el estreno de la serie.
Es la segunda vez que los Duffer utilizan una canción de época como elemento clave en una temporada. Ocurrió en la primera con Should I Stay or Should I Go, de The Clash, que no tuvo ni de lejos el éxito que está teniendo Bush. Y la explicación podría tener que ver con el refinamiento de la fórmula —la narrativa perfeccionada— pero también con aquello que les atrae precisamente del género, y del pasado. En un presente que tiende a la deshumanización y lo virtual, revivir un momento en el que todo era aún físico —hasta los juegos, aquí más centrales que nunca, ¿o no ha estado el Mundo del Revés desde el principio relacionado con los miedos, y los monstruos, de cada campaña de Dragones y Mazmorras que recuerdan?—, y dependía de un mundo, pese a todo, muy real, es un placer. Nostálgico incluso para aquellos que no lo vivieron y querrían haberlo hecho.
Porque, más allá de cada una de las distintas tramas, y subtramas, y los referentes directos de cada temporada —aquí, son evidentes, apuntan los propios Duffer, tanto Hellraiser como Pesadilla en Elm Street, por no hablar del momento Carrie que vive Once en la pista de patinaje, en el que la sangre de cerdo se convierte en batido de chocolate—, hay, en cada una de ellas, un pedazo de la historia de aquellos que no cuentan para la historia: los adolescentes, los niños. Hay en cada temporada un pedazo de la historia adolescente del momento: de la casa del amigo con el mejor cuarto (el sótano de Mike) y los walkie-talkies, al salón de recreativos (en el que Max es la reina), pasando por el centro comercial (y el guiño directo a Mallrats de Kevin Smith) y el videoclub (el inicio del aislamiento y la individualización, el consumo, aun compartido, propio).

La arqueología pop de Stranger Things ha sido, desde el principio, una herramienta más de la historia —utilizar el hecho de que pueda detenerse un VHS en determinado momento para dar a entender que a la chica que le gusta a Robin le gustan las chicas, por poner un minúsculo ejemplo—, esencial para entender un momento pero también para devolver la idea de la aventura compartida al único lugar en el que parece tener sentido: lejos de la pantalla. Los personajes de Stranger Things utilizan la ficción o toda creación con la que se explican el mundo —el cine, el rol, los libros, la música— para sobrevivir en él y, al hacerlo, le devuelven su sentido real. El paralelismo que establecen en uno de los primeros capítulos de esta temporada entre un partido de baloncesto y una partida de rol —con el carismático Eddie, un exultante Joseph Quinn, a la cabeza, uno de los principales aciertos de esta entrega, así como el viraje hacia un terror más adulto: después de todo, los niños han crecido, y mucho— es más que justicia poética. Siempre hubo otros mundos, nos está diciendo, y ahora también, y sobre todo, están en este.
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