Cuando ‘Anatomía de Grey’ no tenía moralejas
Shonda Rhimes quiere mejorar el mundo al tiempo que lo narcotiza, por lo que en sus tramas aparecen todos los platos que debe comer el ciudadano virtuoso
Terminó esta semana la decimoctava temporada de Anatomía de Grey, la nave nodriza de Shonda Rhimes. Que no haya episodios nuevos hasta dentro de unos meses me supone un problema a la hora de la siesta: para las pérdidas momentáneas de conciencia, Anatomía es mejor que un lorazepam diluido en un gintónic. Antes de que operen al primer paciente, ya estoy frito. Mientras Shonda avía la siguiente temporada, me curo el síndrome de abstinencia volviendo al principio, al primer capítulo, en el lejanísimo año 2005 de nuestra era.
Ya no puedo dormir siestas. Los descubrimientos que he hecho en esta excavación arqueológica me inquietan demasiado. Me falta espacio para explicar que la serie era mucho peor en 2005 (y en 2022 es pésima, al nivel del culebrón más desganado que uno pueda imaginar), por lo que me centraré en el asombro moral.
Shonda quiere mejorar el mundo al tiempo que lo narcotiza, por lo que en sus tramas aparecen todos los platos que debe comer el ciudadano virtuoso. En 2022, el menú incluye desde el aborto a la gordofobia, pasando por los feminismos y los racismos. Sin embargo, en el medieval 2005, todo esto le importaba un higo. No hay ecos de Simone de Beauvoir ni de Martin Luther King. ¡Incluso las chicas se burlan del amaneramiento de un chico! Qué risa les daba a los guionistas caracterizar a un panoli, obligado a reafirmar su heterosexualidad.
No sé, Shonda: yo creo que, en 2005, la homofobia ya era de mal gusto. Así que, a lo mejor, esto no se debe a que el mundo haya despertado, sino a que algunos se apuntan al exhibicionismo moralista cuando les viene bien. Y cuando no, hacen chistes de mariquitas. Los que nunca los hemos contado no necesitamos desplegar ahora una cola de pavo real virtuoso que encubra lo que en verdad somos.
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