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Ucrania gana el Festival de Eurovisión 2022 y Chanel queda tercera

El certamen concede al país martirizado por la invasión de Rusia un premio que va más allá de las fronteras artísticas y manda un mensaje de unidad frente a la guerra

El sábado por la noche, una mayoría de los votantes entre los cerca de 200 millones de telespectadores que vieron las 25 actuaciones del festival de Eurovisión decidió darle una patada en el trasero a Putin desde el sofá de su casa. Fue tan simple como coger el teléfono y mandar un sms. La oportunidad de oro se la brindó un festival que muchos se toman a broma, pero que sirvió de plataforma para la candidatura de un país martirizado por las bombas. Kalush Orchestra se presentó en Turín con una canción que hablaba de Stefania, la madre del cantante, convertida finalmente en una metáfora de la madre patria. “El poder de la música”, gritaba Laura Pausini. No está claro si fue eso, la purpurina o las coreografías. Pero el festival, justo el año en que España se veía capaz de ganar con la bomba latina que traía Chanel y logró un fantástico tercer puesto (459 puntos), adquirió una valiosa dimensión política con una canción que tiene todos los visos de convertirse en un himno de la resistencia.

Ucrania pudo tomarse el sábado un respiro y se apunta su primera victoria desde que se adentró en este calvario. “Por favor, ayudad a Ucrania. Ayudad a Mariupol. Ayudad a Azovstal”, suplicó el cantante, provocando escalofríos a lo largo de toda la platea. En su país, una gran parte tuvo que ver su actuación en búnkeres y refugios subterráneos. Como el propio locutor que retransmitía la gala. El grupo tenía dos días de permiso para venir a Turín. Cuando vuelvan a Ucrania, aseguraron ayer, están dispuestos a luchar en el frente. El presidente del país, Volodímir Zelenski, les felicitó. “Nuestro coraje impresiona al mundo. Estoy seguro de que la victoria está cerca”.

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El debate entre los fans y la sala de prensa, una borrosa dimensión sin solución de continuidad, fue muy encendido estos días. ¿Había que darle el premio a una banda por el componente emotivo del contexto político? Cundía la impresión entre los oráculos del certamen —hay verdaderos especialistas— que Kalush Orchestra, el grupo ucranio, quizá no era el mejor artísticamente. Su canción, un machihembrado de hip-hop, electrónica y folclore patrio, no es que se corease demasiado en el escenario o entre las delegaciones. Sin embargo, la oportunidad de lanzar un mensaje de unidad europea desde un escenario con una descomunal audiencia televisiva era irresistible. Y quizá daba igual el resto. Porque Eurovisión ha sido casi siempre a la música, lo que Las Vegas a la arquitectura. Aunque algunos años lo desmintiesen fabulosas bandas como los Maneskin, ganadores de la última edición. Así que, después de 70 años de estridencias y frikismo y, sobre todo, con la que está cayendo, puede que no fuera el mejor año para exquisiteces. La pena es que sucediese en la misma edición en la que España tenía más posibilidades de recuperar su prestigio eurovisivo.

El show de Chanel reventó el escenario (ya de por si maltrecho desde el primer día que dejó de funcionar su parte más importante). La española, que tuvo que actuar en un incómodo décimo puesto —en la primera parte del show, donde la memoria ya falla cuando toca votar— clavó cada detalle de su hitazo y le sacó el polvo a una platea adormecida por Brividi, la edulcorada balada de los italianos Mahmood y Blanco minutos antes. La artista tiene un talento y una fuerza desbordantes cuando se encienden las luces. Y encima puso los ingredientes justos de su parte latina y española para encandilar a un mundo que se derrite hoy con el reggaetón y sus aledaños. Sin atajos. Directo al boom boom, que diría ella. Así puso en pie a un recinto con 8.000 personas que, del mismo modo que no les regalaron a ellos las entradas (a 200 euros), tampoco iban a conceder gratis sus aplausos.

Chanel, durante su actuación en Turín.
Chanel, durante su actuación en Turín.Luca Bruno (AP)

Chanel cayó en gracia desde el primer día. “Llegó la mami”, canta en el arranque de SloMo. Pero aquí, precisamente, llegó muy señalada por la típica turba de haters. La acusaron incluso de tongo y tuvo que lidiar con la legión de fans de las Tanxugueiras y de Rigoberta Bandini, que ya se habían repartido el botín del Benidorm Fest —el certamen que daba el pasaporte a Eurovisión— sin bajar del autocar. Nadie la quería al principio, pero nadie volvió a dudar de ella cuando la vieron subida al escenario turinés.

La fórmula era perfecta. Exitazo latino (hasta el abanderado rumano se aventuró a cantar en español), belleza exótica (para la mitad de Europa), esfuerzo y trabajo. Nada de turras políticas sobre el escenario y la pizca justa de polémica sobre el lenguaje más o menos feminista. Hay que añadir a eso la cuota de folclore y estereotipos, encarnados en el traje de luces del diseñador Palomo Spain y en un abanico rojo (llegará el día en el que no haga falta invocar la paella y la sangría para viajar al extranjero). Y así, yendo siempre a lo suyo, la catalano-cubana le calló la boca a medio país. Está claro que comienza la carrera de una artista pop que no tiene techo.

Mejor posición en 27 años

El tercer puesto de la española, el mejor desde 1995 (con Anabel Conde), sitúa de nuevo a España entre los países que pintan algo en Eurovisión y que no sacan a pasear extravagantes experimentos ni funciones de fin de curso. No está claro para qué podría servir, pero seguro que TVE sabrá rentabilizarlo en forma de audiencias y será un incomparable trampolín para ella. La última victoria fue en 1969, con el Vivo cantando de Salomé. Un bis, porque el año anterior había ganado Massiel, con el La, la, la. En 1973 llegó el segundo puesto por Eres tú, de Mocedades. Desde entonces, poco más allá del segundo puesto de Anabel Conde (1992), el cuarto de Sergio Dalma (1991) o el séptimo de Rosa, la de Operación Triunfo.

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El primer puesto el sábado estuvo reñido hasta el final, con el tiktoker británico Sam Ryder y su tema Space Man, apretando hasta el último segundo. El runrún entre las delegaciones en Turín apuntaba que el cantante, una estrella de dicha red social, tenía la partida ganada de antemano al gozar de una platea de fans digitales enorme cultivada en los últimos años (15 millones de seguidores). Además, para los más conspiranoicos, Tik Tok era uno de los patrocinadores del festival.

La gala en el Pala Alpitour, un palacio de hockey sobre hielo construido para los Juegos de Invierno de 2006, funcionó sin sobresaltos. El decorado se fue transformando con cada canción y solo permaneció inalterada la fuente, elemento fundamental de la decoración artística italiana. Le tocó abrir la ceremonia a la cantante de la República Checa, que muy bien tenía que hacerlo para que alguien se acordase de una sola nota de su tema de baile —sintetizador modular mediante—, porque luego vendrían 24 actuaciones más antes del voto del público. Hubo de todo. A los finlandeses de The Rasmus ―su cantante se transformó en una versión siniestra del capitán Pescanova― el festival les recordó lo cruel que puede ser el paso del tiempo fuera de los focos. Los franceses Alvan y Ahez, por su parte, se marcaron una canción en bretón con ritmos tecno-celtas que no lograron gran cosa. Un consuelo sonoro, al menos, para los que se quedaron sin con ganas de ver a las Tanxuguerias.

Los tres presentadores cumplieron con creces. Laura Pausini (imposible llevar la cuenta de sus cambios de vestuario), se multiplicó y acaparó la conducción de la gala. Se desenvolvió muy bien el cantante libanés Mika (se emocionó tras la actuación de los ucranios) y también el presentador estrella y rey de los talent show italianos, Alessandro Cattelan. Pero la idea original es que lo hubiera presentado Raffaella Carrà, promotora de la recuperación de este festival en un país que hasta hace poco vivía de espaldas a Eurovisión. Las normas señalan que el año que viene el certamen debería celebrarse en el país ganador de esta edición. Y el propio Zelenski anunció que así sería. Pero se hace difícil pensar que el país esté en condiciones de organizar un evento de este tipo. Ni que tenga ganas. Es posible, al menos, que las dos horas desconectados del horror ante el televisor hayan valido la pena.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona en 1980. Aprendió el oficio en la sección de Local de Madrid de El País. Pasó por las áreas de Cultura y Reportajes, desde donde fue también enviado a diversos atentados islamistas en Francia o a Fukushima. Hoy es corresponsal en Roma y el Vaticano. Cada lunes firma una columna sobre los ritos del 'calcio'.

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