Así se las ponían a Robespierre
Más allá de que nos revelen que una familia famosa por sus chascarrillos racistas sea, efectivamente, racista, sorprende la naturalidad con la que Meghan y Enrique se victimizan
Una tarde aburridísima estaba yo editando textos en un periódico cuando me llamó un redactor de deportes con una última hora sensacional: el vuelo de regreso del equipo de fútbol con el que viajaba, que había jugado un partido en alguna bella y gran ciudad de Europa, se había cancelado y no podrían volar hasta el día siguiente. “¡Estamos atrapados!”, me dijo con cabreo y angustia cuando notó que no me importaba demasiado su tragedia. ¿Atrapado tú?, le dije. Qué diablos, tú estás en París, Ámsterdam o Múnich, no recuerdo dónde, y te han regalado una noche estupenda en una ciudad maravillosa. Atrapado estoy yo, que llevo diez horas sentado en esta mesa corrigiendo tus textos, como la prota de The Assistant.
Así se ha sentido medio mundo —incluidos los españoles, que han disfrutado del delirio en Atresmedia— ante la entrevista de Oprah a Meghan (y un poco a Enrique). Más allá de que nos revelen que una familia famosa por sus chascarrillos racistas sea, efectivamente, racista, sorprende la naturalidad con la que la pareja se victimiza y se siente abandonada, como aquel periodista llorica. Lo dicen tres millonarios charlando en un jardín carísimo ante una audiencia de ciudadanos en ERTE que no pueden conectarse al SEPE. Y no tengo ánimo para explicarle a Meghan estas siglas.
No quisiera mentar la guillotina demagógica, pero así se las ponían a Robespierre. Que mi familia política es racista, dice. Pues como dos de cada tres suegros de la edad de los tuyos, Meghan. Quién lo iba a sospechar. Salta a la mente la frase de Renault en Casablanca: “¡Qué vergüenza, aquí se juega!”. Aunque parece más apropiada otra línea de guion de la misma película, hacia el final: “Los problemas de tres pequeños seres no cuentan nada en este loco mundo”. Salvo si uno de los tres se llama Oprah
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