‘Mask Singer’, un viaje alucinógeno para toda la familia
El programa logró lo que parecía imposible: distraer al público mientras, al otro lado del mundo, el destino de la humanidad dependía de un puñado de papeletas en Wisconsin
Una cena en un restaurante chino no está completa hasta que algún comensal no explica que, en realidad, lo que sirven en España no es auténtica comida china sino recetas adaptadas al gusto español. Ese comensal añadirá a continuación que en su barrio hay un sitio donde se come “comida china de verdad” que no tiene nada que ver con el pollo al limón, el cerdo agridulce y el arroz tres delicias. Lo que anoche hizo Antena 3 con Mask Singer fue servir una ración de delicias asiáticas (en este caso, surcoreanas, que es donde se creó el formato del programa) sin adaptarlas al paladar de los consumidores españoles.
José Mota, Javier Ambrossi, Malú y Javier Calvo interpretan a cuatro amigos que se han reunido para jugar a “adivina qué famoso está cantando dentro del disfraz”. Los investigadores van comentando sus teorías para animar a que los espectadores hagan lo mismo desde su sofá. Los famosos, cuya voz distorsionada hace que el programa resulte aún más marciano, dan pistas sobre su identidad tan genéricas como “me encanta el amor” o “me gusta el deporte”. En Corea del Sur la audiencia valora y celebra que la televisión muestre toda la labor de producción que hay detrás: el montaje es trepidante sin pausas, transiciones o momentos de esparcimiento; el público del plató obedece las instrucciones del regidor (los aplausos, añadidos en postproducción, sonaban a veces sin venir a cuento en medio de conversaciones); y los efectos de luces y sonido tenían horror vacui. Como si los espectadores en casa fuesen a cambiar de canal en cuanto hubiese tres segundos seguidos de tranquilidad. Como si esos tres segundos les fuesen a hacer replantearse por qué demonios estaban viendo famosos disfrazados de peluches gigantes. El Mask Singer de Antena 3 tenía que luchar contra dos elementos: contra su propia naturaleza absurda y contra el mundo real, porque ningún espectáculo televisivo resulta tan fascinante como ver a Ferreras contando resultados electorales y envejeciendo en directo.
En Tu cara me suena, el público se involucra en la vulnerabilidad, la humanidad y el espíritu de superación de los concursantes, pero aquí los famosos disfrazados no tienen personalidad, ni identidad, ni cara. Es decir, no tienen nada de lo que les hace famosos. Ver a un monstruo, un unicornio o un girasol cantar en playback sin poder moverse tiene un interés moderado para los espectadores de más de nueve años. A diferencia de en Tu cara me suena, en Mask Singer no hay una Melody ansiosa por demostrar un talento infravalorado, un Falete que convierta cada actuación en una obra de arte, ni una María Villalón que imite a Camela haciendo las voces tanto de Ángeles como de Dioni. Todo gira en torno al misterio de quién es quién y, por tanto, todo gira en torno al jurado: de ellos depende que el programa funcione o no.
Un personaje de Paquita Salas, la serie de los Javis que empezó en Atresmedia y saltó a Netflix, aseguraba que Malú tiene el huevo áurico interferido. Nadie sabe lo que significa esa expresión, pero todo el mundo lo entendió: a Malú es más fácil comprenderla que explicarla. Si Javier Calvo y Javier Ambrossi son el alma, el corazón y la cabeza del programa, José Mota y Malú son la mano izquierda y la mano derecha. La mano extendida para recoger el cheque. A ninguno de los dos les importa quién esté debajo del disfraz. La perspicacia de Malú tiene el mismo sentido de la ironía que sus canciones (ninguno), porque cuando Monstruo dijo “Me gusta el flamenco, el jamoncito y la feria” ella exclamó “¡Yo creo que es andaluz!”.
Malú es de esas personas que resulta más divertida involuntariamente que a propósito (como cuando, sin darse cuenta, llamó “gorda y punto” a Amaia Montero en Twitter). Por ejemplo, mientras Catrina impresionaba a todos con su voz José Mota especuló con que fuese Paulina Rubio y Malú le dijo “no” con cara de “no, cariño, Paulina no ha cantado así en su vida”. Y al menos ella, a diferencia de Mota, sí interactúa con Ambrossi siquiera porque lo tiene al lado y porque él se mueve tanto que es inevitable. Mota se comportó como si estuviese en su sofá buscando el mando para cambiar de canal. Ambrossi se levantaba, gritaba y hasta temblaba cuando exponía alguna de sus teorías: es ese amigo que se sabe las reglas del Monopoly al dedillo porque solo juega para ganar. Ese amigo esencial para que el Monopoly sea divertido.
La actitud del jurado parece marcada por una reunión previa: deben tomarse muy en serio lo que está ocurriendo, alucinar con literalmente cada cosa que ocurra y en ningún momento admitir que el concepto del programa es un esperpento delirante. Eso genera un efecto de desincronización con la audiencia, que viendo el programa se siente como cuando uno se fuma un porro y alucina mientras todo el mundo a su alrededor actúa con total normalidad. ¿Por qué nadie se relajaba y apreciaba el surrealismo mágico de lo que estaba ocurriendo?
La dinámica entre los investigadores resultó algo atropellada, quizá porque no se trata de una pandilla natural sino del resultado de un estudio de audiencia que determinó que cada uno atraería a un grupo demográfico distinto. Tampoco ayudó que el programa confundiese “tener ritmo” con no permitir que el show respirase, hasta el punto de empezar actuaciones de golpe y sin introducción del presentador, a veces incluso cortando una conversación del jurado a mitad de frase. Esto hizo que la emisión de anoche pareciese el resumen de otro programa más largo, pero también consiguió que el espectador pudiese evadirse y dedicarse solo a disfrutar y especular con la identidad de los peluches. Todo el esfuerzo lo ponía el programa.
Al final se desveló que León era Georgina, la segunda mujer con más seguidores en Instagram y por tanto una completa desconocida para el público de Antena 3, que interactuó con el jurado como si estuviesen esperando a un ascensor. “Mi consejo es que abráis vuestra mente”, les dijo convencida de que eso significa algo en este contexto. Durante la actuación de despedida de Georgina, Arturo Valls se puso su máscara, pero la cámara no mostró el momento en el que él la cogía y se la colocaba (es decir, el momento humano, espontáneo y simpático) sino que sacó directamente un par de planos de él con la cabeza de León, quizá grabados cuando ella ya estaba de camino del aeropuerto.
Existe mucha gente famosa, pero solo dos tipos de famosos: los que irían a un reality show y los que no. Y eso no tiene que ver con que sean mejores o peores, pero cualquiera entiende la diferencia. Ambrossi lo sabe y aun así sugiere nombres como “¡Salma Hayek!”. Por qué no. Al fin y al cabo, el programa promete que hay actores de Hollywood, cabezas de listas políticas e influencers. Si Mask Singer es un show sobre las posibilidades, por qué no hacerlas infinitas e imposibles. Y al final, el programa logró lo que parecía imposible: distraer al público mientras ahí fuera, al otro lado del mundo, el destino de la humanidad dependía de un puñado de papeletas en Wisconsin.
El verdadero reality de Mask Singer consiste en ser testigo de cómo una cadena, un equipo artístico y un puñado de famosos se esfuerzan para que pasemos un rato agradable. Para que nos olvidemos de todo lo demás. Y para demostrar que sigue siendo posible crear televisión que la gente pueda ver en familia. Quizá se esfuerzan demasiado y quieren que se note, porque si Telecinco es el macarra que se sienta al fondo de clase y fuma en el recreo, Antena 3 siempre ha sido el empollón que hace trabajos extra que el profesor no ha pedido. De allí salieron aventuras que capturaron la imaginación de toda España: El juego de la oca, Sorpresa sorpresa, Furor. Ahora han importado un producto surcoreano y las instrucciones vienen sin traducir. Pero será lo más parecido a ir a una fiesta que hagamos este otoño. Porque, como exclamó Javier Ambrossi en un momento del programa, “¡Qué bonito es venir a pasárselo bien!”. Y a tenor de sus resultados de audiencia (casi cuatro millones de espectadores, un 27,4% de cuota, el mejor estreno de entretenimiento en ocho años), Mask Singer le ha dado al público español algo que no sabía que quería justo cuando más lo necesitaba.
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