‘Gambito de Dama’: La serie que muestra el ajedrez como nunca antes en televisión
La adaptación del clásico de Walter Tevis retrata a una joven prodigio que se abre camino en el competitivo mundo del deporte a la vez que lucha por no sucumbir a sus adicciones
Como en el clásico de Stefan Zweig Novela de ajedrez, Walter Tevis -un escritor al que el tormento del genio y la condición de outsider atrajeron en exceso-, edificó su novela Gambito de Dama, donde relata los dickensianos avatares de una joven prodigio y maestra de ajedrez, basándose en el siempre apetitoso duelo entre lo irracional y lo racional. Lo demasiado humano y lo nada humano. En su caso, a diferencia de Zweig, lo hizo tomando partido por una irracionalidad desatada que le permite explorar la conexión entre genio y locura, o entre don y psicosis. Entendía Tevis el talento como algo por momentos insoportable, algo que exige un sacrificio, como la famosa apertura, el gambito –un tipo de movimiento en el ajedrez–, que da nombre a la novela en la que se basa el gran estreno semanal de Netflix.
Adictiva y trepidante –al menos, a partir del segundo capítulo, cuando la vida de la protagonista, Beth Harmon, se vuelve vida, lejos del aislamiento del orfanato–, la serie está protagonizada por una Anya Taylor-Joy (El secreto de Marrowbone) a la altura del hieratismo del personaje –tan marciano como el David Bowie que protagonizaba la adaptación del otro gran clásico de Tevis, El hombre que cayó a la Tierra–. De seis capítulos de duración, es a la vez un retrato del submundo del ajedrez, ese universo paralelo con sus propias estrellas, y que el propio Tevis conocía bien –aunque nunca pasó de ser un jugador de clase C–, y un bizarro coming of age que toma el pulso feminista de una época que en un espacio tan cerrado como el del ajedrez parece atrapada en el tiempo. Pero hay más. Mucho más. La relación entre Harmon (Taylor-Joy) y su madre adoptiva, Alma (Mariele Heller), por ejemplo, puro fuego maldito.
Porque Harmon no se limita a ser un genio, es un genio maltratado. Hija de otra genio, en su caso, de las matemáticas, por completo chiflada –estrella su coche, con ella y la niña dentro, al inicio de la serie, y desaparece del mapa–, Beth pasa su infancia en un orfanato, en el que le ocurren dos cosas: primero, descubre el ajedrez, gracias a un bedel que juega a solas en un sótano y, segundo, se aficiona a los tranquilizantes, que en la década de los cincuenta parecían del todo indicados para niños. Una y otra cosa quedarán para siempre unidas en el cerebro a la vez matemático e intuitivo de la niña Beth, que necesitará en adelante de cualquier tipo de depresor –alcohol, pastillas– para sentir que puede soportar la presión que, en realidad, ejerce contra sí misma. Porque ella es el verdadero rival a batir. Cuando estudia, no estudia las debilidades de su oponente, sino las suyas propias.
Y lo hace para volverse invencible. Para controlar lo incontrolable. “Me gusta el ajedrez”, le dice Harmon a la periodista de Life que acude a entrevistarla cuando gana su primer torneo estatal, “porque es un mundo en 64 casillas. Un lugar en el que sentirse segura. Predecible, dominable”. Mientras el mundo exterior, y su propia condición de mujer, le resultan de difícil comprensión, otra constante en la obra de Tevis, la del outsider, que en El hombre que cayó a la Tierra, era, literalmente, un extraterrestre que trataba de imitar el comportamiento humano, cuando Beth juega al ajedrez está, de alguna forma, en casa. De ahí que diga en un momento dado que el ajedrez “no es solo competitivo, también puede ser precioso”, un mundo dentro del mundo, la familia que nunca tendrá, o se le aparecerá como un espejismo. Uno de los mejores jugadores del mundo, Garry Kasparov, asegura no haber visto nunca una serie que respete tanto las estrategias y los tiempos del ajedrez: asegura que es la más realista de las muy pocas series que se han hecho sobre un deporte en definitiva poco visual.
Aunque complicada y cruel en sus inicios, la relación de Beth con su madre adoptiva, una alcohólica empedernida, despega en el momento en que ella decide que después de todo puede intentar ser “una madre”, y consigue ser una excelente, pese a todo, porque hace lo principal: respetar a su hija, y creer ciegamente en ella. Su relación, la de un par de inadaptadas tratando de no adaptarse a nada, ni siquiera a ellas mismas, es una pequeña joya dentro de una producción que dispara contra el eminente machismo que rodea todo lo que tiene que ver con el mundo del ajedrez –en especial, en los estratos más bajos, en los que la prepotencia de la mediocridad es insufrible– y que, según relata a la perfección la maestra Judit Pólgar, nacida en 1976 y considerada la mejor jugadora de la historia, en el documental Los otros. Judit contra todos, sigue por completo vigente.
Y he aquí la razón por la que no importaba cuándo, la novela de Tevis debía adaptarse. Porque, aunque parezca uno de tantos productos de Netflix, Gambito de Dama lleva, desde 1983, año en el que un periodista de The New York Times compró los derechos, tratando de ser adaptada. La muerte de Tevis poco después impidió que la cosa ocurriera, pero menos de una década más tarde, Allan Scott, el mismo guionista que figura en los títulos de crédito de la producción de Netflix, recompró esos derechos, y dio forma a un guion de cine que, junto al tipo que adaptó Minority Report para Spielberg, Frank Scott, convirtió en serie. El resultado ajusta cuentas, y de una forma notable y sobre todo disfrutable, con todos los fantasmas del considerado juego más difícil del mundo, y de paso con el precio –siempre hay uno– del talento.
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