La venganza de los niños estabulados
Llevan décadas siendo los últimos y ahora les ha tocado ser los primeros en salir
Lo primero que vi el domingo fueron niños que revoloteaban por el bulevar. Eran pajarillos que animaban la mañana como una bandada de mirlos cantarines, por eso algunos estiraron el símil al extremo y, en lugar de una alegría fugaz en esta primavera robada, vieron una secuencia de Los pájaros y temieron que todos esos niños arrasaran todo. Tal vez les pesaba el recuerdo reciente de una peli que emitieron hace poco, aprovechando el cuarenta aniversario de la muerte de Hitchcock.
Los demás nos dejamos llevar por esa justicia poética de que los niños sean los primeros en recuperar un trocito de calle. Por un rato al día y con mil limitaciones que hacen del paseo un sucedáneo de tal, pero reyes absolutos de unas ciudades que no están diseñadas para ellos, como casi nada de aquel mundo que construimos y que hemos dejado que se llene de hierbajos y telarañas en nuestro repliegue domiciliario.
Uno de los rasgos de la sociedad occidental de las últimas décadas es su empeño por estabular la infancia lejos de nuestras vidas. Cualquier persona de cuarenta o más recuerda haber jugado en la calle y recuerda unas calles tomadas por niños, con rayuelas y campos de fútbol pintados con tiza en las baldosas. Hoy juegan solo en zonas acotadas y homologadas y no frecuentan ningún espacio público: no visitan a sus padres en el trabajo, no se asoman a los bares y no se mezclan con los adultos en ningún sitio. Hasta la tele los expulsó, creando un gueto de canales infantiles (segregados, a su vez, por edades), para prevenir cualquier experiencia compartida entre generaciones.
Llevan décadas siendo los últimos, y ahora les ha tocado ser los primeros en salir. Se nos olvidará pronto, pero la catarsis ha sido tan poderosa que confío en que deje algún poso.
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