Jürgen Schmidhuber, el hombre al que Alexa y Siri llamarían ‘papá’ si él quisiera hablar con ellas
Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft usan su tecnología. Pero él cree no haber recibido el crédito que merece. Hablamos con Jürgen Schmidhuber, el hombre que enseñó a las máquinas a aprender
Cuando tenía 15 años, Jürgen Schmidhuber soñaba con crear un robot más listo que él y jubilarse. Tiene 58, así que podría considerarse que el plan le ha salido regular. “Bueno, aún me quedan unos años, dame margen”, pide en conversación telefónica. Habrá que darle un voto de confianza. Si algo ha demostrado a lo largo de los años este científico alemán es constancia. Lo normal es abandonar los sueños de la adolescencia cuando uno se hace mayor. Y Schmidhuber dista mucho de ser un tipo normal. Publicó su primer trabajo sobre inteligencia artificial en 1987, con una tesis que proponía lo que por entonces era una locura: un algoritmo capaz de mejorarse a sí mismo. Más de 30 años después, su teoría se ha convertido en práctica y está en tu bolsillo. El sistema Long Short Time Memory (LSTM), creado por Schmidhuber y su alumno, Sepp Hochreiter, es usado por 3.000 millones de teléfonos. Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft lo incluyen en sus productos.
El LSTM es una arquitectura de red neuronal muy usada en el deep learning. Imita el funcionamiento del cuerpo humano, con neuronas que recopilan datos (imágenes, sonidos, palabras) neuronas que los interpretan en el cerebro, y otras que los almacenan en forma de recuerdos. El LSTM hace lo mismo, sustituyendo las neuronas por algoritmos. Suena exótico y futurista, pero usas esta tecnología varias veces al día. Por ejemplo al solicitar una traducción automática. Google Translate mejoró considerablemente en 2016 cuando integró en sus entrañas el LSTM. También la usas si conversas con tu asistente de voz. Si Alexa, Siri u Ok Google tuvieran que dirigirse a Schmidhuber, probablemente le llamarían papá. Pero no lo hacen. “Apenas los uso. Son una forma de recopilar datos para venderte publicidad a medida y conseguir tu atención”, sentencia el informático. Para ello, se valen de un sistema que él mismo ayudó a crear. Cuando se le pregunta por esta ironía echa balones fuera. “Sí, sí. Lo sé. Tampoco entro a analizar la moralidad de su modelo de negocio, es simplemente que no quiero formar parte de él”, apunta.
Schmidhuber vive lejos de Silicon Valley. Tanto mental como geográficamente. Contesta a esta entrevista mientras da un paseo por una colina de los Alpes a las afueras de Lugano. Allí se encuentra el Instituto de Inteligencia Artificial de la Universidad de Suiza, del que es director científico. También la empresa Nnaisense, que fundó junto a cuatro antiguos alumnos suyos. Schmidhuber podría trabajar para una de las grandes empresas tecnológicas, podría asentarse en Silicon Valley. Pero eligió Suiza. Por la cercanía a su Múnich natal, pero también porque ahí se entiende la tecnología ligada a la ciencia y la investigación. “Es el país que más dinero per cápita dedica a la ciencia, el lugar con más premios Nobel per cápita”, señala. Y además tiene bonitas colinas por las que pasear.
De la inteligencia a la creatividad artificial
Su sistema imita el funcionamiento del cerebro, pero Schmidhuber no habla tanto de inteligencia artificial, como de curiosidad, de creatividad artificial. Pero, ¿se puede enseñar a un algoritmo a ser creativo? “Claro, yo lo hice hace ya 30 años”, responde el informático y pasa a explicar el complejo funcionamiento de las redes generativas antagónicas (GANs por sus siglas en inglés). “Entonces ideamos dos redes neuronales que no se limitaban a obedecer órdenes”, recuerda. Sin supervisión humana, interactúan entre ellas, “como si fueran dos niños probando nuevos retos con sus juguetes”. Una de las redes crea situaciones, inventa problemas. La otra intenta solucionarlos. “Están siempre intentando ampliar su horizonte de lo conocido, son como pequeños científicos”, explica orgulloso. Las GANs fueron ideadas en los 90, pero han desarrollado su potencial muchos años después. En la actualidad se utilizan para producir imágenes fotorrealistas en el mundo de los videojuegos o para la creación de los polémicos deepfakes.
La creatividad de los algoritmos es aconsejable; la de los científicos que los crean, imprescindible. Schmidhuber tiene mucha, casi demasiada. Por eso al inicio de su carrera pocos creían en sus teorías y predicciones. “Recuerdo una de mis primeras conferencias en las que solo se presentó una mujer. Le dije ”qué vergüenza, parece que voy a tener que dar la charla solo para usted”, a lo que ella replicó: “Vale, pero dese prisa, mi ponencia empieza justo después de la suya”’. La historia (verídica o no) la cuenta el propio Schmidhuber en una charla TED que roza el medio millón de visionados. Lo que dice sigue siendo lo mismo, solo que ahora hay mucha más gente que escucha.
Entre una charla y otra no cambió tanto la red neuronal de Schmidhuber como la capacidad para entrenarla. “Muchas de las ideas básicas detrás de la revolución del deep learning se publicaron hace mucho, entre 1990 y 1991. Fue nuestro annus mirabilis”, explica el experto. Lo fue solo sobre el papel. Sus teorías eran buenas, pero los ordenadores eran lentos y las bases de datos para entrenar los algoritmos, escasas. Tuvieron que esperar hasta 2010. Entonces aparecieron enormes bases en los lugares más insospechados: los videojuegos e internet. Los dos niños curiosos a los que se refería Schmidhuber tenían juguetes nuevos. Y eran muy potentes.
En busca del reconocimiento (propio y ajeno) y de robots astronautas
Los años diez fueron la década del deep learning. Fue entonces cuando las redes neuronales del equipo de Schmidhuber comenzaron a llamar la atención del mundo. Podían reconocer las señales de tráfico o la ortografía china, aunque ninguno de sus programadores supiera chino. Después aprendieron a reconocer rostros, a conversar con las personas o a aparcar coches. La investigación abstracta a la que este ingeniero había dedicado su vida empezaba a dar resultados tangibles. El deep learning empezó a ser valorado y sus impulsores se convirtieron en estrellas en su campo. Pero no todo el mundo recibió el mismo reconocimiento.
En 2019 Geoffrey Hinton, Yann LeCun y Yoshua Bengio ganaron el premio Turing por sus investigaciones en el campo del deep learning. El primero trabaja para Google; el segundo, para Facebook; y el tercero para IBM y Microsoft. Habían hecho varias investigaciones en conjunto y algunas por separado. Se citaban con frecuencia. A quienes no citaban era a los pioneros teóricos en este campo, como a Schmidhuber. Él se lo tomó como algo personal y desde entonces acusa a sus “amigos especiales”, como él los llama, de obviar fuentes y atribuirse un mérito mucho más difuso y compartido.
En la tecnología se avanza siempre a hombros de gigantes, y Schmidhuber se ha propuesto poner nombre a todos los gigantes. Señalar a quienes destacan y poner de relieve el trabajo previo, empezando por el suyo. Su página web se dedica a este cometido con minuciosidad académica. No es la web que uno esperaría de un ingeniero informático. Está encabezada por una foto pixelada de Schmidhuber con un sombrero vaquero. Parece el Myspace de un genio, o una entrada de Wikipedia especialmente caótica. La similitud no es solo estética, pues contiene una ingente cantidad de información sobre distintos avances tecnológicos. “Necesitas una civilización entera para desarrollar una inteligencia artificial”, explica el científico. “Lo que estamos consiguiendo nosotros ahora es solo posible gracias a lo que se ha hecho previamente durante siglos. Y hay que reivindicarlo”. Explica que no se trata de una cuestión de ego, que es de justicia. Y confía en que el tiempo le dé la razón. “La verdad es como el sol, puedes ocultarla por un tiempo, pero no va a desaparecer”, dice citando a Elvis.
Jürgen Schmidhuber se fijó en el cuerpo humano para desarrollar su LSTM, pero cree que la tecnología actual es muy antropocéntrica. “Todo está pensado para alargarnos la vida o para chuparnos la atención”, sentencia. Él cree que la inteligencia artificial es algo más importante, que trasciende la biología, e incluso a la Humanidad, pues serán los robots quienes conquistarán el espacio. “Esto es más que otra revolución industrial”, advierte. Puede que sus aseveraciones suenen un poco exageradas, pero lo mismo pensaban sus compañeros en los ochenta, cuando hablaba de conceptos como deep learning. Entonces soñaba con crear un robot mucho más listo que él y jubilarse. Lo hacía de una forma despreocupada y nihilista, un chiste de informáticos. Hoy sigue teniendo el mismo sueño, pero sus implicaciones son más épicas y trascienden su propia jubilación. Y la de todos nosotros.
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