Efectiva y afectiva. La forma de enseñar español a refugiados
Sin tiempo que perder para volver a tener una vida fuera de su país, los desplazados forzosos reciben clases orales muy prácticas en un entorno seguro para que estas personas con culturas y costumbres tan dispares no sufran y se sientan protegidas
No es exagerado afirmar que la profesora Mere Ortiz brinda una vida nueva a todos los alumnos que pasan por su clase. Esta licenciada en Filología Hispánica lleva una década enseñando español a personas refugiadas que aterrizan sin saber decir hola; algunos, incluso, sin ser capaces de escribir ni leer en su lengua materna: “Si no aprenden el idioma pronto, no van a poder buscar piso, ir al médico, hablar con la trabajadora social, con el profesor de sus hijos, conseguir trabajo, expresar su malestar emocional…”, enumera Ortiz, que compagina estas clases tan vitales con otras convencionales en la Universidad Autónoma de Madrid dirigidas a estudiantes de Traducción e Interpretación.
“Cuando enseño español a un refugiado, le estoy ofreciendo la posibilidad de seguir viviendo”, afirma sin engreimiento esta profesora de 51 años que solo pretende destacar la trascendencia de manejarse en el idioma del país de acogida. La enseñanza, describe, tiene que ser rápida “porque no hay tiempo, deben hablar en seguida”, y afectiva: hay que crear un espacio seguro en el que una persona transexual perseguida por identidad de género se encuentre cómoda con alguien procedente de un país con un sesgo cultural que le pudiese condicionar a la hora de relacionarse entre sí, o en el que una rusa que buscó protección en España por su orientación sexual pueda convivir con una ucrania que huyó de la guerra.
Dónde se imparten los cursos de español
ONG y asociaciones locales se encargan de ofrecer estas clases. Acnur, la Agencia de la ONU para los Refugiados, da seguimiento y crea grupos de discusión para recoger impresiones dentro de un proyecto piloto junto con el Instituto Cervantes. Al final se trata, como explica la técnica en Soluciones Duraderas de Acnur Olalla Pérez, de que quienes se dedican a enseñar el español tengan en cuenta las particularidades de estas personas, que pueden llegar con ansiedad o con estrés postraumático por la persecución que han sufrido: “Tienen una resiliencia impresionante, pero necesitan sentir cercanía, encontrar motivación”, abunda Pérez. “Los refugiados mismos demandan más horas de español”, añade. En este proceso puede haber obstáculos para el aprendizaje porque especialmente las mujeres, que suelen asumir el cuidado de sus hijos y de los mayores, no cuentan con apoyo para conciliar.
En eso incide Ortiz, en reducir el absentismo. La profesora titulada y también graduada en Filosofía defiende que los cursos los impartan docentes con formación, no voluntarios. “No estamos enseñando español a alumnos de Erasmus, cuyas motivaciones radican en el éxito laboral, el personal o porque les seduce la lengua o la cultura”, ilustra. “Hay que ser capaces de resolver malentendidos culturales y aprovechar las clases para desestigmatizar y convertir su motivo de persecución en orgullo”, afirma la docente para referirse a que, cuando enseñan conceptos como familia, aparezcan en la pantalla dos hombres o dos mujeres. “No hace falta entrar en un discurso de forma directa, basta con valerse de las imágenes”, asegura Ortiz, que da clases en un espacio público cerca de la plaza de Castilla, en Madrid.
Dos meses para alcanzar un nivel mínimo
Un año y medio lleva asistiendo a clases impartidas por la ONG Accem Sofía Baloch, que abandonó Afganistán con su marido diplomático cuando los talibanes tomaron el poder, en agosto de 2021. Baloch, de 44 años, se alegra de que el español se pronuncie como se lee: “No es como otros idiomas, donde hay letras que no suenan o que varía su forma de decirlas”, afirma esta filóloga inglesa. Baloch vive en Vicálvaro (un barrio del este de Madrid) con sus cuatro hijos y su marido, que habla un español perfecto y coloquial –”Hasta luego, tío”, se despide al acabar la entrevista– tras una década trabajando en el consulado de España en Kabul. Baloch ha realizado alguna entrevista aún sin éxito para trabajar en un supermercado y ha completado un curso con el que ejercer de monitora en un comedor de niños. Baloch piensa al hablar y acierta, construye las frases de forma correcta y se entusiasma cuando transmite el mensaje con éxito. La, en ocasiones, incorrecta conjugación de los verbos no frena su discurso.
Ortiz, la profesora de español, insiste en las diferencias a la hora de enseñar el idioma. El plan curricular indica que, para alcanzar un nivel A1, el más bajo, se requieren cuatro meses: “No hay tiempo para eso. Lo reducimos a dos meses”, resume. “Debido a su situación de vulnerabilidad, tienen que ser capaces de comunicarse con un médico y expresar cómo se encuentran psicológicamente”, dice. A alguien que no sabe leer o escribir no se le puede enseñar qué es un adverbio o un sustantivo, “porque al día siguiente no vuelven”, asegura. “Tienen que aprender a desenvolverse en la oficina de empadronamiento”, pone como ejemplo esta granadina asentada en un pueblo de la sierra de Madrid.
Falta de confianza por su pasado
La docente señala el recelo que algunas personas refugiadas muestran con los intérpretes, lo que apremia el aprendizaje del idioma: “Cuando una mujer ha sufrido violencia de género en su país, no se siente cómoda si la persona que le asiste en una entrevista con la policía es un hombre”, afirma. La urgencia por aprender acelera el proceso, pero la profesora afirma que no es suficiente, sin un entorno seguro, sin la participación e implicación de la sociedad de acogida a través de los encuentros de conversación que organiza no avanzarían tanto como lo hacen. Cuando no hay intérpretes, las familias se apoyan en sus hijos, que no es recomendable porque se expone a los niños a conversaciones de adultos.
No hay mejor forma de ser acogido y aprender el idioma que mediante la escolarización. Esta es la ventaja de los que llegan siendo niños, que aprenden el español rápidamente en el colegio y suelen adelantar a los adultos. Como en el caso de Saro Bakhig, que abandonó Alepo (Siria) en 2015 cuando tenía 12 años y se instaló con su familia en Barcelona. Asistió a clases de refuerzo de castellano y catalán en la escuela junto con otros alumnos recién llegados: “Recuerdo lo calmado que era nuestro profesor. Nos hablaba lentamente. Tenía toda la paciencia del mundo”, rememora este estudiante de Administración y Dirección de Empresas (ADE) que, cuando no entendía el español, se expresaba a través de la música: “Lo primero que cogí cuando me fui de Siria fue mi guitarra”, asegura. Su hermana, que llevaba un tiempo viviendo en Barcelona, le apuntó a clases en cuanto aterrizó. “Me ayudó a distraerme de todos los problemas, fue una forma de desconectar. Era muy pequeño”, cuenta este aficionado al baloncesto, que presume de amigos latinoamericanos y catalanes.
Bakhig teletrabaja por las tardes desde casa en el Departamento de Atención al Cliente de una comercializadora de electricidad. “Como sabía inglés pude aprender español de forma más rápida. Me sirvió para asimilar el alfabeto latino antes”, afirma. Cursa ADE, dice, para abrir un negocio que le permita tener una casa, una familia, un futuro… “Somos refugiados, pero lo que queremos ser es uno más del país donde vivimos”, sentencia. Y una de las formas más eficientes de lograrlo es a través del idioma.