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“Empezamos sabiendo poco o nada. Y ahora no sabemos cómo será el final”: crónica de una médica en primera fila

EL PAÍS selecciona cuatro cartas que relatan el día a día de los sanitarios durante la pandemia

Denís Galocha
Denís Galocha

EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la redacción.

Soy médico de familia y trabajo en un equipo de atención primaria excepcional. Me gusta diagnosticar y tratar, pero sobre todo me apasiona establecer buena relación con el paciente y conocer la esfera biopsicosocial que lo engloba. En ella encontramos, en la mayoría de ocasiones, la solución a los problemas de salud. Nuestro trabajo es cada día diferente. Al comienzo de la jornada laboral aguardas expectante el transcurso del día, pero nunca imaginábamos cuánto podrían cambiar las cosas en tan poco tiempo. En apenas unas semanas todo dio un giro de 180 grados. Las consultas que teníamos previstas, las sesiones, las jornadas y los congresos se iban anulando... Y no sabíamos lo que estaba por llegar.

Solo sabíamos de él lo que nos había contado el Gobierno, las sociedades científicas y los medios de comunicación. Un virus invisible, con nombre propio; primero llamado “coronarivus” y más tarde “covid-19”. Muy poderoso. Iba a deshacer, sin todavía nosotros saberlo, todos los planes que teníamos previstos. Nos iba a confinar en casa por tiempo ilimitado, celebraríamos nuestros cumpleaños separados de nuestras familias y amigos y no sería fácil derrotarlo.

En diciembre apareció en China. Pensábamos que no llegaría a Europa, lo veíamos demasiado lejos. Nos creíamos invencibles. A finales de enero aparecieron los primeros casos. Eran pocos, muy dispersos, controlados, hasta que sin saber cómo se desbordaron. Inicialmente, en el norte de Italia, a continuación en Madrid y, posteriormente, por toda la geografía española, sin ningún control, sin seguir ningún criterio. A mediados del mes de febrero comenzaron a aparecer en nuestro centro de salud los primeros pacientes.

Sabíamos poco o nada. Nos encontró desprotegidos. En las primeras visitas con estos pacientes, no llevábamos ningún equipo de protección individual, los EPI ya tan conocido por todos. En ese momento sabíamos que fiebre y tos eran los síntomas principales, poco más. Al principio, podían confundirse con una gripe o un resfriado, sobre todo, porque la mayoría no tenía ningún antecedente de viaje a China o a Italia y todavía no eran casos sospechosos de covid-19 (si seguíamos los primeros protocolos).

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Con el paso de los días los criterios diagnósticos de la covid-19, al igual que los protocolos que hemos ido siguiendo, iban cambiando. Muchas modificaciones en pocas horas. Semanas de caos. Cada vez más y más pacientes que presentaban clínica compatible y cada vez más diversa. Ya no solo eran síntomas respiratorios, aparecieron los síntomas gastrointestinales-como diarrea y dolor abdominal- y más tarde las lesiones cutáneas. Llegó el día en el que ya no solo visitábamos pacientes, sino que comenzamos a visitar a nuestros propios compañeros, que poco a poco, se iban contagiando.

Al igual que los protocolos y tratamientos, a los profesionales sanitarios también nos comenzaron a reorganizar porque cada vez más compañeros tenían que aislarse en casa a la espera de la PCR. Algunos porque empezaron a presentar síntomas y otros porque habían tenido contacto con pacientes sospechosos o confirmados y no disponían del EPI adecuado, alejados de sus parejas e hijos, que no entendían por qué sus seres queridos no podían volver a casa.

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Durante este período hemos atendido urgencias, domicilios y residencias de ancianos. Además, hemos realizado visitas telemáticas para solucionar dudas sobre medicación, seguimiento de bajas y controles de enfermedades crónicas. Aunque la covid-19 era lo que ocupaba la mayor parte de nuestro tiempo y recursos, otras enfermedades urgentes y crónicas también nos necesitaban. Hemos estado en las primeras y en las últimas fases de la enfermedad, perdiendo a pacientes sin habernos podido despedir y consolar a los familiares. Hemos intentado mantener la empatía y cercanía que caracterizan al médico de familia, pero resulta demasiado complicado expresarse y hablar con una mascarilla, mirar tras una pantalla de plástico y sujetar la mano del paciente con dos pares de guantes. No es lo mismo. A pesar de ello, el lenguaje no verbal sigue fluyendo, permitiéndote continuar siendo tú y dejando escapar alguna lágrima que sutil y suavemente desaparece en la mejilla.

Van pasando las semanas. Vas superando el día a día, no sabes muy bien cómo. Has perdido la paciencia y el ánimo algunas veces. También ha habido momentos de carcajadas y otros en lo que has llorado sin sentido. Has echado de menos a la familia, a los amigos y los ratitos que te hicieron feliz sin saberlo. Has reemplazado los viajes y las celebraciones previstas por momentos de soledad, estudio y descanso.

Los médicos no somos superhéroes, somos mujeres y hombres con las mismas necesidades y sentimientos que el resto de la sociedad. Pero al enfundarnos la bata blanca y coger nuestro fonendo, no sé si será por vocación o por actitud, sacamos una fuerza extraordinaria. Y, aunque tras la mascarilla no se vea, llevamos una gran sonrisa para poder afrontar un nuevo día. Cada día al despertar, te autoconvences de que todo saldrá bien y de que vamos a superarlo como hemos hecho en otras ocasiones. Llegas a trabajar con energía, hablas con los compañeros, compartes nuevas noticias y protocolos sobre la covid-19, también experiencias personales y emociones. Comienzas la jornada visitando urgencias y domicilios, acabando con las visitas telefónicas y la tan esperada reunión de equipo (en la sala de espera a 1,5 metros entre compañeros) para explicar las novedades. A lo largo del día van llegando malas noticias de pacientes o compañeros y, de forma paulatina, vas perdiendo energía. Se va apoderando de ti un sentimiento de rabia que intentas que desaparezca cuanto antes para no llegar a casa derrotado.

No sabemos cuándo dejaremos de vivir esta incertidumbre y cuándo volveremos a nuestra anhelada libertad. Cuándo derrotaremos a la covid-19 y cómo será el final.

Hemos hecho todo aquello que ha estado en nuestras manos. Seguro que hay cosas que podríamos haber hecho diferente pero, al igual que el resto de la sociedad, los sanitarios hemos ido aprendiendo a contracorriente, día a día, con los recursos limitados que teníamos a nuestro alcance. Seguiremos aprendiendo del hoy, aplaudiendo al presente y creciendo para poder proyectar soluciones para el mañana.

El precio de tener una hija médica

Cristina Oria Ponce / Andoain (Gipuzkoa)

Los sanitarios hemos tenido muchos miedos durante esta pandemia: miedo a contagiarnos, miedo a no poder atender a los pacientes debidamente por el exceso de trabajo, miedo a contagiar a nuestros familiares... Esta es mi historia y se centra en el miedo a contagiar a mi familia.

Soy médica y trabajo en urgencias de un hospital. Días antes de empezar el confinamiento, mi familia y yo tuvimos que tomar una decisión importante. Nuestra ama es dependiente y aunque contamos con ayuda para su cuidado necesitamos arreglarnos entre nosotros para cuidarle. Antes de empezar el confinamiento decidimos que yo me quedaba con ella. Estaba claro que el confinamiento no iba a durar 15 días, iba a ser más largo, meses incluso ,por lo que sopesamos que para ella lo menos traumático iba a ser quedarse con su cuidadora y conmigo a pesar del riesgo de contagio que esta decisión conllevaba.

Por otro lado para mí fue difícil tomar la decisión, ya que yo sabía que quien compartía conmigo el confinamiento tenía el peligro de contagiarse, siendo yo la culpable, claro. Mis hermanos tambien pertenecen a grupos de riesgo y mis tíos también son vulnerables, por lo que la decisión no era fácil. Finalmente decidimos que tanto para mí como para nuestra ama, la mejor opción era seguir viviendo como lo hacíamos antes de que llegase el coronavirus.

Y llegó la pandemia. Todo iba bien, yo trabajaba en el hospital de día y de noche cuidaba de ella. Pero pasadas las primeras semanas, una noche mi ama empezó con una tos seca. Mis miedos y mis fantasmas llegaron también. Con la angustia de pensar que el coronavirus se coló en mi casa, casi ni noté que yo tenía la nariz taponada y a las 48 horas mi ama y yo perdimos el olfato. ¡Horror! A pesar de todo pasamos las dos la covid-19 casi sin enterarnos, pero este virus no tuvo bastante con hacer realidad mis presagios y cargar mi mala conciencia.

Guardaba otro reto para nosotras: debido a la astenia (sensación de debilidad y falta de vitalidad) mi ama es incapaz de levantarse de la cama y eso nos ha llevado a tener que ingresarla para hacer rehabilitación. Hoy escribo desde la habitación de mi hospital, mi casa durante la pandemia, donde paso la noche con ella con la esperanza de que volvamos pronto a casa y de que este ingreso sea el último precio que tiene que pagar mi ama por tener una hija médica en tiempos de pandemia.

“Pude ser útil”

Juan Carlos Cencerrado Ruiz / Madrid

Como médico de familia (en el sector privado) y como dentista, me ofrecí para trabajar en Ifema y me apunté en varios centros de salud. No me llamaron y quedé apenado porque no pude ayudar durante la pandemia. Me agradecieron desde Ifema que me ofreciese, pero pude ser útil. ¿Habrá sido por mis 61 años? Pues sigo ejerciendo y con mucha experiencia. Recursos médicos existen.

Carta de un médico a su abuela

Amalia Rosa Martínez Fajardo / Arrecife (Las Palmas)

No hace mucho te gustaba darme la mano para cruzar la calle. Ahora soy yo al que le gustaría dártela a ti. Cada vez que entro y salgo del hospital te llamo. Dices que voy a la guerra y que encima partimos en desventaja porque el enemigo no se deja ver.

Has pasado por malos momentos: dictadura de las de “mejor estar callada”; guerras de las de “tanques en las calles”; Estado de Bienestar con bajadas de pensiones que te dejan con “malestar”; y ahora una guerra 2.0 cuyo ejército ni siquiera podemos ver, oír o tocar.

No conoces otro concepto que no sea el de luchar, y ahora me dices que yo soy tu soldado y que sea fuerte, que me falta una vida por ver pasar. Que cada día el hospital es mi campo de batalla y que rezas hasta que te llamo para decirte que he salido de currar.

Llevo tiempo queriendo escribirte una carta, para darte un claro mensaje. Así que subraya con un lápiz, como te gusta, lo que te quiero decir: “Abuela, morir no forma parte de mi trabajo, pero como lo más duro de mi trabajo es ver morir, no podemos evitar luchar aunque nos cueste la vida”.

La gente no imagina lo que hemos pasado estos meses. Hace nada brindábamos en una guardia de Nochevieja por un gran 2020. Y ahora, después de meses, solo queremos que pase aquel brindis con la garantía de que hemos hecho todo lo que hemos podido hacer en estas condiciones. Porque no habrá peor tortura que saber que no estuvimos a la altura.

Lo cierto es que nos han mandado a la guerra con una varita mágica, pero también hubiera ocurrido lo mismo hace unos años. Porque la creencia de que la sanidad es mágica ha existido desde hace mucho tiempo. Y nada es mágico si no se cuida. La política nos ha tratado mal. Y con las mismas manos que nos aplauden, se han atrevido a recortarnos todos estos años.

¿Cuánto vale un médico? Pues no lo sé... Lo que sí sé es que la vida depende de ellos.

Hace un año nadie se acordaba de nuestros nombres, ahora todos son aplausos y “viva la sanidad de calidad”. Si todo esto sirve para que la sanidad y los sanitarios podamos coger todos los aplausos de las 20.00 horas y los podamos transferir a una cuenta que mejore la sanidad pública, que aporte EPI y mejore nuestras condiciones laborales, entonces sí, aplaudo los aplausos. Si no, los aplausos sólo quedarán en un bonito recuerdo como himno transitorio que como todo, pasará al olvido.

No te he podido ver desde hace más de dos meses. Abuela, sé que te debo muchos abrazos, pero espero que me esperes para que podamos dárnoslos en paz.

Un médico me escribió hace una semana para pedirme que le escribiera unas palabras para su abuela, que me pagaba, decía. Me dijo que seguía mis artículos y que se los leía a su abuela y a su madre. Y que ella decía, desde las entrañas de la península, “esa chica de Canarias parece que escribe mirando al mar”. Me gustó tanto eso que decía su abuela que no he podido negarme. No sólo no acepté su dinero, para mí fue un auténtico regalo.

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