El amor tras una misa por YouTube
Un sacerdote narra su adaptación con un final reconfortante. Es una de las cinco cartas seleccionas hoy por EL PAIS
Soy sacerdote. Siempre he defendido la cercanía para ayudar, aconsejar o simplemente compartir palabras. Pero la situación de confinamiento desbordó por completo mi desconfianza hacia redes sociales y medios telemáticos. Vamos, que, con ayuda, claro, incluso dos días antes de comenzar el confinamiento comencé a retransmitir la misa por Youtube. Y descubrí que, sobre todo gente mayor, agradecía el poder seguirla (tuvieron que aprender, como yo, a utilizar los nuevos medios), incluso pertenecientes a otras parroquias y ciudades.
Esa emisión era solo parte del trabajo cotidiano en este tiempo, al igual que, por ejemplo, la asistencia casi diaria a los cementerios para acompañar en ese último —y único— adiós a familiares destrozados por pérdidas dramáticas.
Precisamente uno de esos días, en el crematorio, iba a ser incinerado el cuerpo de un hombre que había partido ya de este mundo. Rezamos un poquito. Y las llamas hicieron el resto.
A la salida, la esposa, entre lágrimas, me comentó: “¿Sabe? Mi marido se marchó al atardecer acompañado conmigo y con usted”. Ante mi desconcierto que advirtió en mis ojos por encima de la mascarilla, continuó: “Es que ocurrió mientras le seguíamos en la misa, cuando estaba precisamente leyendo el evangelio”.
Ese día el evangelio era el pasaje de Emaús, cuando Jesús resucitado se aparece a dos caminantes tristes por su muerte dolorosa en la cruz, y la posterior alegría al reconocerle al partir el pan.
Marché de allí conduciendo el coche en silencio. Pero sentía paz, mucha paz. Y esperanza en medio de la locura dolorosa que en tantos momentos y por tantas personas se vivía. Y noté cómo una lágrima se derramaba por mi mejilla. Pero no era de tristeza. De hecho, fue como una leve caricia... de amor.
La caja de cartón fue mejor que la bici que envolvía
Bruno de los Santos / Barcelona
Hola, soy Bruno, un chico de 12 años que vive en Barcelona. Como todos vosotros, seguramente, estoy confinado en mi casa, aburrido, sin saber qué hacer.
La situación ha ido mejorando un poco, y ahora ya podemos salir a la calle una hora, hacer ejercicio individual… Pero hay gente que no cumple las normas: salen dos adultos, los padres se juntan, los niños juegan todos juntos a fútbol… Y yo creo que así no vamos a conseguir nada.
Yo os quiero explicar una anécdota que ha pasado estos días:
Cuando ya nos dejaron empezar a salir, mi hermano y yo íbamos cada día con patines una horita a tomar el aire, y mi padre pensó en traer la bicicleta de mi hermano desde su trabajo, que era donde estaba. La dejamos apartada en la entrada y todavía no se ha tocado, pero la caja gigante con la que iba sí. Mi hermano y yo estábamos aburridos y entonces yo tuve una idea, ¡utilizar esa caja donde cabíamos los dos! Nos lavamos las manos y nos la llevamos.
Por uno de sus lados dibujamos una ventana para luego cortarla, y pusimos la caja de pie. El resultado fue una trampilla que quedaba en el techo por donde podías sacar la cabeza para espiar a alguien. Le pusimos un cordón para poder cerrarla desde dentro. Luego decoramos la caja con espirales de colores, y dibujamos cosas.
Esa caja para nosotros era una base secreta, una nave espacial, un escondite, una mesa, una puerta, una cosa con la que enviar a mi hermano lejos… Ahí fue cuando me di cuenta de que la imaginación era lo que hacía que inventáramos tantas cosas, pero también porque lo estaba haciendo con mi hermano, y eso me hacía feliz.
El milagro de recuperar a una hija adolescente
Lucila Morgenstern / Solidaridad (Quintana Roo, México)
Soy Lucila, una madre de 44 años y este es un relato de cómo en medio de una pandemia, se ha recuperado uno de los vínculos más sagrados que en el camino de mi vida me ha tocado construir, la relación con mi hija de casi 17 años, la bella Clarita.
La mayor de cuatro hermanas, la primera hija mujer que soñé y supe que iba a nacer, la de ojos pícaros y corazón coraza, la de largas piernas esculpidas que transitan sin miedo comiéndose la vida con sobresaltos e inteligencia admirada, la de mente analítica y racional que con magia y creatividad se aferra a sus ideales como si fueran la última batalla antes de un último aliento, la de ojos tan profundos que destellan sabiduría y hasta escalofríos de superioridad, la de piel de porcelana que noche tras noche me escabullo a observar cuando sueña su mundo de sueños infantiles, la que dice “que quiere dejar una huella y cambiar el mundo” con tal naturalidad que no queda otra opción que creerle, la que niega mis besos desenfrenados e intensos pero se acurruca cual alma indefensa esperando demostraciones de amor sin pedirlo, la que pinta con entrega y dedicación, con afán de crear algo novedoso pero siempre exigiendo más de sí misma, la que me permite curar un dolor de panza con aceites esenciales y copal mientras verbaliza sus burlas finas y disimuladas, la que me hace preguntas que tantas veces no sé cómo responder, la que me potencia sin descanso, la que cocina manjares siguiendo recetas a rajatabla sin margen de error, la que escribe con una pluma adulta y antigua, la de una belleza magnífica y despampanante que desparrama sus encantos en donde asienta su metro setenta de altura. La que es única y debido a que cada día vuelvo a confirmarlo, llego a la cuenta de cuan enamorada estoy de ella y la vulnerabilidad que brotaba desde mi, al temer que la estaba perdiendo, que ella me estaba soltando. Como me dolía aceptar que la inevitable y notoria adolescencia se estaba llevando a mi Clara.
Así fue como unos días antes de comenzar la cuarentena, luego de una profunda meditación enfocada a aceptar lo que nos toca transitar en esta vida, decidí amigarme con su próxima partida a Canadá para continuar sus estudios allá, a reconciliarme con su defectos y virtudes sin más reproches y a armonizarme con su carácter, que tan firmemente forjado estaba. En definitiva, algo por lo cual siempre me había esforzado para que sucediera, esa confianza en sí misma que considero crucial para obtener felicidad y tenacidad, para poder convertirse en una gran mujer y hasta para seguir viendo en mi legado una de las características que me enorgullecen de mi misma.
Había llegado el momento de soltar la esperanza de que Clara y yo seríamos “madre e hija” desde otra óptica y ahora era con sus reglas y no las mías. Los rituales de nuestra relación se barajarían como cartas de póker siendo ella la jugadora principal y yo la espectadora, perdí las esperanzas con absoluta nostalgia y melancolía, provocando frustración y vacuidad. Llegué a aceptar que habría en mi una tristeza profunda instalada, aquellas que se pegan a uno posiblemente toda una vida. Debía de mostrarme y actuar con resiliencia frente al guion que ambas escribíamos. Estaba dispuesta a que dancemos cada cual son sus tiempos y sonatas internas, dejar que su estela de hija mayor empape mi maternidad, mi sentir y mi ser con su personalidad vibrante, de acuerdo a la historia que yo pensaba ella había elegido vivir.
Y como por arte de magia (¿o arte de covid-19?) una mañana fui a despertarla rascando su espalda, peinando su melena castaña con la yema de mis dedos para no invadir su espacio personal, esperando ansiosamente que abra sus ojos para yo sonreir encantadoramente a la espera de una señal de aliento..... Fue esa mañana que sentí su energía liviana y armónica, su “lucha interna” había cesado. Su ineludible y forzosa relación con la adolescencia, había llegado a su fin.......
Desde ese día Clara y yo iniciamos un lazo inédito, fresco e inquebrantable, desbordando complicidad y compasión, impulsado por el caudal de amor recíproco y sus ganas de “reescribir” la historia de un vínculo anunciado con su familia y conmigo, antes de partir al exterior. Comenzó a concederse a sí misma y regalarnos al resto de nosotros, la capacidad de observar reduciendo la velocidad de sus movimientos, con palabras de aliento y hasta cariñosas, sin reproches en las profundas discusiones amigables en las cuales siempre solemos enredarnos. La cuarentena y su encierro le reenseñaron la apreciación de las emociones, de congraciarse con el disfrute de una tarde húmeda jugando al scrabble en familia, de consolar a su hermana menor si sentía miedo a esta incertidumbre, de mirarme con suavidad aunque tantas de mis decisiones le resultaran disparatadas, de perdonar los exabruptos de su papá aprendiendo que no se cambian las personas sino nuestra forma de verlas, de buscar más oportunidades para pasar instantes juntas comentando novelas clásicas, redecorando su cuarto, discutiendo sobre las posibles soluciones a la recuperación mundial, confesiones de mi infancia y vida adulta y hasta chismes inocentes. Clara gentilmente me abrió la posibilidad de ser la guardiana a las puertas de su vida, reconectó con ser hija recibiendo mis consejos y herramientas, con un tiempo más de inocencia, con amor incondicional. Gracias a esta pandemia mi hija mayor me volvió a enseñar, me recordó la mejor sensación de la vida, me acercó a la vulnerabilidad del amor, donde todo vale, todo se transforma.
El luto a 9.000 kilómetros
Javier Muñoz Bermejo / El Alto (Bolivia)
Cuando el teléfono suena por la noche a 9.000 km de Madrid pensé que no iba a ser para una buena noticia. Era domingo por la noche, madrugada en España. Mi primo me llama desde el hospital Ramón y Cajal. Mi padre había fallecido por neumonía covid-19. Mi primo definía el escenario como un caos de familiares caminando de un lado a otro por los pasillos de Urgencias. Justo 10 días antes los vuelos internacionales habían sido suspendidos desde la sede de gobierno y yo no pude salir del país. Tuve el presentimiento de que algo malo podría pasar con mi padre y que ya no alcanzaría a acompañarle. En nuestra última conversación por teléfono le noté cansado del encierro en la casa, ya eran muchos días sin contacto con sus amigos y vecinos. A la edad de 84 años uno no puede aprender nuevas tecnologías cuando nunca le interesaron demasiado aquellos artilugios como la tablet o el móvil última generación.
Cuando la mañana siguiente llegué al centro de salud pensé en los compañeros y compañeras que cuidarían de mi padre, celadores, medicos, enfermeras, personal de limpieza y sentí un profundo y enorme agradecimiento en la distancia por cada uno y cada una, aun sin conocerlos.
A los siete días de su ingreso sedado por un delirium que lo protegía de la soledad pasó al encuentro de los que ya partieron. Su cuñado, una semana antes por el mismo virus, y algunos vecinos y compañeros del hogar del jubilado donde pasó tantas horas de ocio.
Cuando nos llegan los nuevos casos de pacientes por covid-19 no niego que pienso en mi padre y en mi tío. Miro a sus familiares y procuro estar a la altura de los cuidadores y cuidadoras a 9.000 km de distancia, es mi pequeño homenaje a la memoria de los míos, de mi padre y mi tío. In memoriam.
Los abuelos que no lo pudieron ser
Maribel Carmona Monleón / Teruel
A mediados de febrero la noticia más bonita llegó a nuestra vida de jubilados: ¡Vais a ser abuelos! Los primeros días, hasta que nos dejaron contarlo, era tema único entre los dos asimilando ilusionados la nueva etapa, haciendo planes y con una alegría profunda y nueva porque nuestra hija, nuestra niña, iba a ser madre.
Al anunciarse el confinamiento decidieron venirse a nuestra casa desde su minúsculo apartamento, porque en un adosado siempre hay más espacio y así podíamos cuidar de ellos mientras teletrabajaban. Casi nos hizo ilusión el quédate en casa porque era un regalo inesperado que vivieran con nosotros en su nuevo estado.
A los pocos días nuestra hija cada vez se encontraba peor, en dos semanas perdió cinco kilos y al final tuvo que acudir al hospital. Además del tratamiento prescrito le aconsejaron volverse a su casa porque su padre es de riesgo y podría contagiarle al haber estado allí.
Otra vez inesperadamente nos quedamos sin ellos, pero por fortuna las videollamadas fueron una buena ayuda y se convirtieron en la cita diaria de toda la familia.
Varias semanas después acudió sola a la ecografía de los tres meses, porque con el coronavirus no dejaban entrar a nadie más. Y entonces le dieron la noticia de que no había latido.
Desde ese momento el camino recorrido hasta finalizar todo ha sido desde la pena, la incertidumbre y la distancia de ella, sin esos abrazos de oso que tanto nos gustan y consuelan, sin los arrumacos de gatito que siempre me da y sin la cercanía física para cogerle la mano y acompañar su duelo en esa tristeza que le vemos en pantalla, y en esas lágrimas tan escasas en otro tiempo, que ahora nos conmueven como nada.
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