Los mercaderes del miedo
‘TintaLibre’ recoge las reflexiones de Isaac Rosa sobre la inflación de falsos miedos, su proliferación entre quienes no enfrentan amenazas reales y el impacto de la propaganda en la percepción social de riesgos inexistentes
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Acompáñame, que vamos a dar un paseo por la ciudad. Recorreremos varios barrios, y mientras caminamos, fíjate bien en las fachadas. No por interés arquitectónico ni monumental, qué va: atiende a las placas colocadas en el exterior de las casas. No hablo de placas conmemorativas de “aquí vivió tal o cual personaje”, sino otras más prosaicas: las “placas disuasorias”. Así es como las llaman las empresas que las instalan: “placas disuasorias, la primera barrera frente al robo, carteles con alto poder disuasorio frente a intrusos”, se lee en sus ofertas comerciales. Hablo, por supuesto, de los carteles y pegatinas que señalan que una vivienda está protegida por una alarma de hogar.
Las puedes ver en las terrazas de los pisos, o en la valla exterior de los chalets y adosados, coloridas y brillantes, con el logo bien visible de la empresa de seguridad. Fíjate en cuántas hay en este barrio. Luego vete a otro de mayor poder adquisitivo y compara. Cuanto mayor es la renta de una calle, más distintivos de seguridad, más domicilios equipados con alarma de hogar. Y al contrario: pocas verás en los barrios obreros. Proliferan especialmente en los barrios de nueva construcción, en la periferia, allí donde las nuevas promociones de pisos se anuncian siempre con “calidades excelentes”, “viviendas exclusivas”, “pistas de paddle”, con nombres que evocan jardines, huertas y montes. La España de las piscinas, que dice Jorge Dioni. Allá donde habita no el olvido sino la clase media, la que puede seguir llamándose clase media.
Si observas las placas de alarma de cualquier barrio, puedes calcular hasta dónde llega el miedo entre sus vecinos. Hay distritos donde solo las encuentras en los pisos bajos de ventanas enrejadas, o en las primeras plantas a las que sus habitantes temen que pueda trepar un ladrón (un clásico de las noticias locales: el “hombre araña”, el caco escalador). En otras zonas de la ciudad puedes ver carteles de alarma en las segundas, terceras, cuartas plantas. Incluso en pisos más altos. Funcionan a la manera de esos azulejos que en los pueblos recuerdan la altura que alcanzó una riada histórica: “hasta aquí llegó el agua”. Lo mismo: “hasta aquí llegó el miedo”. Hay barrios donde el miedo alcanza la altura de un quinto o sexto piso, no temiendo ya al ladrón araña sino al que revienta la puerta. “Nuestra alarma con cerradura inteligente”, dice la publicidad, dicen los comerciales que puntualmente baten esos barrios con sus carpetas llenas de recortes de prensa de sucesos y agresivos guiones de venta.
Si tienes tiempo, durante el paseo podemos contar las alarmas de hogar que vemos en cada calle, y luego cruzarlo con otros datos. Con la renta de sus habitantes, para empezar. A mayor renta, más preocupación por la seguridad, sobre todo entre la clase media, que históricamente es la más temerosa, frente a las clases bajas que no tienen tanto que perder (salvo sus cadenas, se decía antes), y las clases privilegiadas que siempre pueden reponer lo perdido. También podemos cruzarlo con los datos de criminalidad en cada barrio. No los datos falsos, inflados, que repiten los comerciales que visitan tu casa o te llaman a la hora de la siesta, sino los datos reales de robos en hogares, y de delitos en general. Nos sorprendería (o no) descubrir que son aquellos barrios más seguros los que más alarmas instalan. Y no son más seguros por estar más protegidos, la relación es la contraria: cuanto más seguros, cuanta menos delincuencia, más obsesión securitaria. Es decir, más miedo. “Hasta aquí llegó el miedo”.
Ese es el sustrato social y cultural en que arraiga una parte importante de nuestro miedo: el terror, más que miedo terror, a perder la casa
Lo señalaba ya hace décadas Mike Davis en su fundamental Ciudad de cuarzo, un ejercicio de antropología urbana sobre Los Ángeles que prefiguraba el futuro de las ciudades en el mundo global. Hablaba Davis sobre la “lente demonizadora” a través de la que los blancos de los barrios acomodados ven amenazas por todas partes: “Las encuestas muestran que los habitantes de las afueras de Milwaukee están tan preocupados por los delitos violentos como los del centro de Washington, a pesar de tener una diferencia de veinte veces en los niveles relativos de violencia”.
A la misma conclusión llegamos cuando vemos todas esas pegatinas “disuasorias” en puertas y balcones. España es el país de Europa con más alarmas de hogar instaladas. Repito, que no te veo muy asombrado: el país de Europa con más alarmas de hogar instaladas. No en términos relativos, alarmas por cada mil habitantes, sino en números totales. Y coincidirás conmigo en que España no es el país más poblado de Europa, ni de los que más viviendas unifamiliares tiene; y sobre todo no es el país con más criminalidad de Europa. Todo lo contrario: no se cuenta entre los países con más delitos, y si quitásemos de la estadística el crimen organizado y el narcotráfico, que tienen especial incidencia en España, resultaría que es uno de los países más seguros de Europa.
Espera, que hay más: somos el cuarto país del mundo en número de hogares con alarma, según las propias empresas del sector. Cuarto país del mundo, casi en el podio. Solo nos superan Estados Unidos, China y Japón, países para empezar mucho más poblados que España. ¿Somos el cuarto país más inseguro del mundo? Ni de lejos, todo lo contrario, estamos entre los de menos criminalidad. Y, sin embargo, las empresas del sector insisten en que es un mercado con mucho recorrido: quedan muchas fachadas sin pegatina. Apuestan por duplicar los actuales tres millones de alarmas en una década. Tan notable es el negocio, que en los últimos años se han lanzado al mismo compañías de telefonía, bancos y aseguradoras, todos ofertando a sus clientes una alarma de hogar al contratar una línea, una hipoteca o un seguro.
¿Por qué tantas alarmas de hogar siendo un país seguro, de qué tenemos miedo? La narrativa publicitaria de estas compañías, omnipresente en radios y televisiones, y la narrativa pseudoperiodística de ciertos programas televisivos, responde a la pregunta: si hace unos años la amenaza era el robo, que entrasen en casa cuando no estás, o aún peor, mientras duermes, en los últimos tiempos el foco se ha desplazado hacia un enemigo emergente, el okupa. El que entra en tu casa, no para desvalijarla, sino para quitártela. Toda, contenido y continente. Dejarte sin nada. Con menos que nada: seguirás pagando la hipoteca mientras la disfrutan otros. Tal es el relato publicitario y pseudoperiodístico.
Sin embargo, una vez más los datos desmienten ese temor. Ni somos un país con incidencia importante de robos en hogares, ni mucho menos estamos entre los países europeos con más viviendas okupadas. Es más: el número de okupaciones no crece al ritmo que lo hace su alarma (ni las alarmas). Es muy improbable que alguien okupe tu vivienda, pues en la mayoría de casos se trata de pisos vacíos de bancos y fondos. Pero además es totalmente imposible que okupen tu propia casa (mientras sales a comprar, dice la leyenda urbana circulante), pues sería un allanamiento de morada que implica la inmediata intervención policial, desalojo y castigo. Los conflictos más habituales en relación con la okupación tienen que ver con pisos vacíos (de bancos y fondos en su mayoría), y con inquilinos que no pueden seguir pagando o que tienen cualquier tipo de problema con los propietarios; casos para los que no valdría ninguna alarma de hogar. Ni siquiera la que detecta al intruso y lo envuelve en una niebla cegadora. No, esa tampoco.
De modo que la pregunta sigue viva: ¿por qué tantas alarmas de hogar? Cualquiera diría que estamos ante una aplicación enloquecida de la conocida Ley de Say, según la cual es la oferta la que crea la demanda. O dicho de nuevo con palabras de Mike Davis: “La oferta de seguridad del mercado genera su propia demanda paranoica”. ¿Cómo no voy a poner una alarma de hogar si mi vecino ya la ha puesto y en la tele hablan de okupas a todas horas? ¿Hay algo más sagrado que el hogar, no vas a protegerlo por una cuota mensual que está al alcance de tu economía familiar?
Ahí aparece otro elemento que ha convertido la alarma en símbolo y metáfora de nuestro tiempo, al menos en España: el hogar, el sagrado hogar. El miedo a perder el hogar. Somos, para empezar, un país de propietarios (no repetiré la manida cita del ministro franquista Arrese). Un país donde el principal y a menudo único patrimonio es la vivienda. Donde lo principal y a menudo único que se hereda es la vivienda familiar, lo que permite continuar la cadena próspera en la siguiente generación. Millones de jóvenes y no tan jóvenes que esperan heredar algún día el piso de sus padres, y solo así podrán iniciar su proyecto propio. Somos un país que sufre desde hace demasiados años una interminable emergencia habitacional: primero con la burbuja que nos endeudó por encima de nuestras posibilidades, después con la crisis que se cebó con especial dureza en las familias más vulnerables que perdían su casa, y últimamente con el escándalo del alquiler.
Ese es el sustrato social y cultural en que arraiga una parte importante de nuestro miedo: el terror, más que miedo terror, a perder la casa. Es decir, a perderlo todo. A no poder pagar la hipoteca, por perder el trabajo, por un revés económico, por otra crisis. A que te desahucien, como fueron desahuciadas miles de familias durante la última década y media, y todavía hoy. A perderlo todo, lo fundamental, tu techo, tu principal o único patrimonio, la herencia de tus hijos. Una sociedad traumatizada por la interminable crisis de vivienda es una presa fácil para los “asustaviejas” que hacen negocio con el miedo. Una alarma no nos va a quitar ese miedo de fondo, pero nos ofrece un sucedáneo de seguridad.
La oferta que genera su demanda, y la traumática crisis de vivienda, son solo dos patas de la explicación. Hay otra aún más importante: que, en efecto, tenemos miedo. Así de simple: que tenemos miedo, mucho miedo. No a que entre un ladrón o un okupa, como tampoco a un “mena” o un inmigrante, protagonistas habituales de nuestros cuentos de miedo más recientemente, ni tampoco a los pobres, que siguen siendo las “clases peligrosas” de toda la vida. Eso son solo miedos derivados. Miedos fáciles, algo reconocible a lo que temer, de lo que protegernos, contra lo que comprar seguridad, lo mismo alarmas de hogar que programas políticos neofascistas. Nuestro miedo es mayor, de fondo, total, diríamos que cósmico. Una sensación difusa pero muy presente de vulnerabilidad. Incertidumbre. Estar a merced de no sabemos qué será lo próximo que nos ocurra.
La paradoja es que somos, objetivamente, la sociedad más segura de la historia.
No vamos a analizar ese miedo total con el que vivimos en este incierto siglo XXI que arrancó con el 11-S y desde entonces no ha parado de encadenar crisis, guerras, atentados, pandemia, nuevas guerras, desastres, crisis climática. Para lo que ahora nos interesa, nos vale con reconocer que tenemos miedo. No sabemos bien a qué, pero tenemos miedo. A caer, a perder, a perderlo todo. A la precariedad, que hace tiempo que no es solo laboral ni económica, es vital. Al meteorito, con el que tanto bromeamos desde la pandemia, esa sensación de que cualquier cosa es ya posible. Al futuro, distopizado culturalmente y convertido en promesa de cumplimiento de nuestros peores temores. Al cambio climático, que no entendemos, que no nos lo creemos del todo, que no lo vemos prioritario, pero cuyos primeros coletazos ya nos aterran, ahí está Valencia. Y un miedo global, de época, esa sensación innombrable pero ineludible de que la historia, la Historia con mayúscula, se puso de nuevo en marcha, pero hacia atrás, con el resurgir de fantasmas del pasado: el fascismo, la violencia, la guerra.
La paradoja es que somos, objetivamente, la sociedad más segura de la historia. Al menos en este lado del planeta, en los países más desarrollados, contamos con medios, recursos, tecnología, ciencia, estructuras sociales y políticas, para protegernos de las principales amenazas que han atemorizado a la humanidad desde hace milenios, tanto amenazas de la naturaleza como de salud o por la violencia de otros. Pero la sociedad más segura de la historia se volvió adicta al miedo, obsesionada con la seguridad, asustadiza, fácilmente atemorizable, a merced de los mercaderes del miedo, vendan lo que vendan.
Y como tenemos miedo sin saber bien a qué, necesitamos dirigir nuestro miedo, encontrar un objeto para nuestras ansiedades. Poner rostro a nuestra inseguridad esencial, señalar una amenaza visible, y por tanto combatible. Nos vale lo mismo un inmigrante “invasor” que un terrorista o un okupa. O un presidente del gobierno “okupa, ilegítimo y cuasi dictatorial”, que hay miedos para todos los gustos y presupuestos. Lo importante es que sea algo reconocible, y de lo que podamos más o menos protegernos a un precio asequible. Contratando una alarma de hogar. Votando a tal o cual partido. Cediendo derechos y libertades a cambio de protección. Abrazando formas de seguridad que son pan para hoy y hambre para mañana, seguridad para hoy y más miedo para mañana, pues las respuestas defensivas-agresivas acaban generando más inseguridad, y la respuesta violenta a una amenaza siempre genera más violencia, más miedo.
Buscamos seguridad, compramos sucedáneos de seguridad, a falta de otras formas de seguridad colectiva, tanto comunitarios como estatales: aquellos que, sin mitificarlos y sin nostalgia, operaban históricamente, y que el neoliberalismo fue liquidando en las últimas décadas. Puedes añadir también las transformaciones radicales y rápidas en ámbitos como el trabajo o la familia, históricamente fuentes de seguridad humana. Todo ello alimenta nuestra sensación de intemperie, de vulnerabilidad.
Ante ese panorama, aquellos que ya no pueden garantizarnos esa seguridad perdida, nos giran la cabeza hacia otros temores. Dicho con palabras de Zygmunt Bauman, que ya estaba tardando en aparecer: “El Estado, habiendo fundado su razón de ser y su pretensión de obediencia ciudadana en la promesa de proteger a sus súbditos frente a las amenazas a la existencia (de dichos súbditos), pero incapaz de seguir cumpliendo su promesa (…), se ve obligado a desplazar el énfasis de la “protección” desde los peligros para la seguridad social hacia los peligros para la seguridad personal”.
Esa falta de elementos de seguridad colectiva, sean comunitarios o estatales, nos condena a buscar soluciones individuales para problemas sociales. Es decir, sálvese quien pueda. Quien pueda pagarlo, se entiende. Quien pueda pagar, no una alarma de hogar, sino otras formas de seguridad material y existencial que no están al alcance de la mayoría. Y para el miedo que tenemos, el que traemos de años y el que nos añaden y multiplican los muchos creadores y propagadores de miedos, no hay alarma que valga. No hay pegatina que disuada. No hay refugio donde meterse. No hay aumento de plantillas policiales ni de presupuestos de defensa que nos vayan a quitar ese miedo. Son otras seguridades las que necesitamos, las que tenemos que buscar y reconstruir.
Circula hace años una frase que ya no sabemos ni quién dijo primero, pero que todos hemos repetido alguna vez para señalar la dimensión social de tantos problemas que creemos individuales, especialmente cuando hablamos de salud mental: “tú lo que necesitas no es un psicólogo, sino un sindicato”. Algo similar podríamos decir al hablar del miedo: tú no necesitas una alarma de hogar, sino un sindicato, o cualquier otra forma de defensa colectiva y organizada de tus derechos. Tú no necesitas más policía, sino un Estado social fuerte.
Isaac Rosa es escritor. Su última novela es ‘Lugar seguro’ (Seix Barral).
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