La mujer de 19 años encerrada y maltratada por su marido en Salamanca: “Solo quiero que no le pase a nadie más”
La víctima trata de recuperarse de las heridas físicas, emocionales y psicológicas de un mes de secuestro y violencia
Una leve sonrisa se esboza bajo un ojo izquierdo amoratado, una nariz con un tajo, moratones en un pómulo y un corte en la mejilla: “Con mi libertad lo tengo todo”. Quien habla es la chica de 19 años recién liberada del brutal encierro al que la ha sometido su marido en una buhardilla de Salamanca. Las vendas de ambas muñecas y tobillos evidencian que hasta hace pocos días unas bridas le impedían moverse de la cama donde la ató, reteniéndola entre golpes, vejaciones y oscuridad hasta que la policía la sacó de allí. El agresor y su madre, presunta cómplice y encubridora, han ingresado en prisión. “Solo quiero que no le pase a nadie más”, susurra, recuperándose ahora que ha vuelto a casa, donde lo más difícil están siendo las noches en las que vuelven los recuerdos del encierro: aquel calor, los tranquilizantes que le daba él para tenerla adormecida y la suciedad que la rodeaba porque no la dejaban moverse, ni siquiera para ir al baño.
Esta historia de violencia machista empezó como empiezan todas, con un escalada más o menos rápida en el control que los agresores ejercen sobre las mujeres. Se conocieron, se casaron y entonces, el aislamiento. Fue alejándola de sus amistades y de su familia. Y no era la primera vez que la retenía. La tuvo encerrada tiempo atrás. Ella, de etnia gitana como él, consiguió huir y denunciarlo ante la policía. Después, ella lo perdonó y retomaron la relación. Él ya tenía activa una orden de alejamiento. El maltrato prosiguió, se agravó y esta vez no logró escapar hasta que la policía entró en la buhardilla.
Unos minutos delante de ella revelan el rastro de los golpes por el cuerpo. Un brazo amarillento e hinchado por los impactos, un derrame sanguíneo en el ojo, cicatrices en las articulaciones para retenerla en el catre, contusiones en las piernas y en el rostro. Sus padres y ella ruegan anonimato para tratar de recuperar la tranquilidad perdida en los más de dos años de relación con el detenido, de 29. “Desde el principio era solo él, solo él, sin familia ni amigos”, lamenta la joven, apartada de su entorno por una persona “celosa y muy posesiva”.
El relato de la víctima, que habla en el portal de una casa de un barrio pobre de Salamanca, se entrecorta por momentos debido a los nervios. Le cuesta hilar todo lo que ha vivido. El padre interviene en la conversación y recuerda cómo el acusado ya la había retenido en otra ocasión en una vivienda que alquilaron meses atrás en otro barrio de la ciudad, donde incluso colocó “armarios y mesas” en las ventanas de un cuarto piso para controlarla.
Su hija logró marcharse gracias a una prima, vecina de la zona y propietaria del piso arrendado donde la escuchó pedir ayuda. Ella era poco más que una adolescente y ya conocía la violencia machista. Se atrevió a denunciar a la policía, algo que se calcula que solo hace una de cada diez víctimas en España, y que es menos frecuente aún en la población gitana. “Uno de los principales obstáculos para estas mujeres ante violencia de género es la falta de conocimiento de los servicios legales y sociales a los que puede acudir” y “a este se le suma la discriminación que frecuentemente sufren en estos servicios”, dice el estudio del pasado año sobre violencia machista en la población gitana de la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género.
Después de que un juez le pusiera una orden de alejamiento, ella confió en sus buenas palabras y promesas de cambio. Volvió a su lado. Algo que ocurre muchas veces en este tipo de violencia: la confianza en que no volverá a suceder, que ellos cambiarán. No lo hacen. Y esa chica de familia comerciante en mercadillos, que sueña con tener su propia tienda de ropa, empezó a apagarse, cuentan sus padres.
“En el último año íbamos a verla a su casa y nunca estaban, no nos abrían la puerta, no salían”, destaca su padre. La madre murmura: “Era un amor y nos la ha destrozado, queríamos salvarla, por suerte la tenemos con nosotros”. Poco sabían del suplicio de su hija, que pasó el último mes encerrada en esa buhardilla. La subdelegación del Gobierno informó de que la Policía Nacional accedió con dificultades a la vivienda, un primer piso debajo de un tejado, y al inspeccionar las habitaciones hallaron “una pequeña puerta que da acceso a una buhardilla”. Detrás, el zulo de la víctima.
Los agentes treparon por “una angosta escalera” y bajo ese techo bajo, con un sucio ventanuco perceptible desde la calle entre las tejas, estaba ella: sucia, dolorida, deshidratada, aturdida, semidesnuda y con olor a orín porque las bridas le impedían ir al cuarto de baño. Apenas le daban de comer, tampoco la limpiaban. La ola de calor de estas semanas la sofocaba. “Me daba pastillas de Trankimazin en el colacao mañana, tarde y noche”, señala, y cuenta que la sometía a agresiones físicas ―“me mordió la nariz”, afirma―, verbales y sexuales mientras estaba en un estado de somnolencia por los fármacos.
La operación de rescate, que llevaron a cabo la policía y los bomberos, fue aparatosa. Hubo que “llamar de manera insistente” para que la madre del hombre les abriera. “Al acceder con [pistola] táser [que da descargas paralizantes] y escudo invertido, encontraron al varón en una de las estancias de la vivienda junto a la mujer maniatada y con síntomas de haber sido golpeada”, explican fuentes policiales. En el suelo se ven restos de la mirilla y algún rasguño en la puerta. En el descansillo entre el bajo y el primer piso, una almohada.
Abajo, una tía de la víctima, guarecida tras una cortina y también reclamando anonimato. “Cuando la vi bajar con los policías me asusté de verla, no era ella”, repite de lo cambiada que veía a su sobrina. “La veía poco, muy tímida, no parecía ella”, dice, y muestra su agradecimiento a la vecina de enfrente, que fue la que escuchó los gritos pidiendo socorro y llamó a la policía.
Su tía mira hacia las escaleras como si su sobrina bajara nuevamente por ellas, confusa, con los agentes: “Le habían cortado el pelo a la niña, a ella, que lo tenía tan largo…”. La chica escucha a su padre admitir que con las altas temperaturas y tanta debilidad temió que quizá no hubiera sobrevivido: “Estaba deshidratada, en el hospital le pusieron suero y azúcar”. Tanto la tía como la madre cargan contra la progenitora del marido, ahora encarcelada, por “cómplice y encubridora”. “¡Mala sombra! ¡Canalla!”, exclama la mujer cuando su hija le confiesa que esa persona compró los paquetes de 30 bridas de plástico con las que la ataron.
Las heridas se las tratan con gasas, yodo y antibióticos en el centro de salud del barrio, atenciones físicas pero también emocionales bienvenidas tras semejante tiniebla. Una psicóloga del área de violencia de género del Ayuntamiento de Salamanca la atenderá pronto. Portavoces de la subdelegación del Gobierno en Salamanca explican que, tras la primera denuncia, se pusieron a su disposición “los servicios públicos de atención a víctimas de violencia de género”, además de la orden de alejamiento ordenada por la justicia. Ahora, de nuevo, tiene acceso a esa ayuda. “Parece de película, es increíble”, dice el padre aún en shock. “Él sabe lo que hace con los cinco sentidos aunque sean cosas de loco, está todo premeditado”, asegura, y afirma que “tenía antecedentes con otra mujer y le hizo lo mismo, aunque ella pudo librarse”.
Varios vecinos y familiares saludan y se interesan por la joven cuando la ven por la calle. Por eso la familia de la víctima valora que los allegados del detenido se hayan comunicado con ellos y condenado lo ocurrido. “La violencia de género está en todos lados”, expone su madre, insistiendo en la importancia de que el entorno denuncie cuando sospeche maltrato sobre las mujeres o casos como este, con jóvenes progresivamente apartadas de su mundo. El paseo hacia el consultorio prosigue mientras otro pariente, por la ventana, les insinúa que no deberían tratar con la prensa. “Queremos que esto se sepa, que no le vuelva a pasar a ninguna chica”, responde la madre, orgullosa. Su hija, con pendientes rosas y blancos, gafas de sol y la mirada a veces perdida entre la memoria de lo sucedido, coincide: “Solo quiero que no le pase a nadie más”.
El teléfono 016 atiende a las víctimas de violencia machista, a sus familias y a su entorno las 24 horas del día, todos los días del año, en 53 idiomas diferentes. El número no queda registrado en la factura telefónica, pero hay que borrar la llamada del dispositivo. También se puede contactar a través del correo electrónico 016-online@igualdad.gob.es y por WhatsApp en el número 600 000 016. Los menores pueden dirigirse al teléfono de la Fundación ANAR 900 20 20 10. Si es una situación de emergencia, se puede llamar al 112 o a los teléfonos de la Policía Nacional (091) y de la Guardia Civil (062). Y en caso de no poder llamar, se puede recurrir a la aplicación ALERTCOPS, desde la que se envía una señal de alerta a la Policía con geolocalización.
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