Protagonistas de su propio vídeo porno
Las agresiones sexuales grupales cometidas y grabadas por menores reflejan que no se trata solo de violar, sino además de escenificarlo y convertirlo en un producto como los que consumen
No hay semana que no se conozcan nuevos casos de agresiones sexuales, muchas de ellas grupales y, cada vez con más frecuencia, protagonizadas por menores. La violación de una niña de 11 años en un centro comercial de Badalona, ocurrida en el mes de noviembre, es la última que ha saltado a los titulares. En ella participaron seis menores, tres de ellos inimputables por tener menos de 14 años. Asaltaron a la niña en pleno centro comercial y, amenazándola con una navaja, la llevaron a los lavabos y la violaron. El caso ha suscitado un debate sobre si debería adelantarse el inicio de la edad penal, dada la capacidad delictiva que demuestran algunos menores, pero esta cuestión no debería eclipsar otros aspectos también muy relevantes. ¿Dónde han aprendido semejante comportamiento estos menores? ¿Y por qué en tantas ocasiones, además de violar necesitan grabar la agresión? ¿Qué poderosos mecanismos les llevan a difundir esos videos sin parar atención a que con ello ofrecen la prueba del delito?
La niña explicó lo ocurrido a un guardia de seguridad del recinto comercial que los Mossos d’Esquadra todavía no han identificado. Pero no fue creída y no se lo contó a nadie más. Si la violación ha llegado a conocerse, cuatro meses después, es porque los agresores la grabaron y la difundieron por las redes sociales. Muchos de los alumnos del instituto en el que estudiaban los agresores vieron ese video y callaron. Solo cuando el hermano de la víctima tuvo noticia de su contenido, y le preguntó, la niña confesó lo ocurrido. Los mecanismos del silencio en este tipo de situaciones están bien estudiados: el miedo a las represalias o a convertirse en una nueva víctima, pero también la banalización de una violencia que es real, pero que no difiere tanto de la que les llega como ficción de forma continuada sin tener siquiera que buscarla.
Es un caso sintomático del aumento de la violencia sexual entre los menores y la cuestión es por qué se produce. Según los Mossos d’Esquadra, las agresiones sexuales cometidas por menores de 16 años han aumentado en Cataluña un 42% entre 2019 y 2021 (de 193 a 274 casos). Y, según el Ministerio del Interior, también han aumentado en toda España las agresiones grupales con menores involucrados: un 56% entre 2016 y 2021 (de 371 a 573 casos). Las estadísticas son preocupantes y revelan graves carencias en la educación sexual y afectiva durante la infancia. Pero ni este factor ni el hecho de que ahora se denuncien más las agresiones por la mayor sensibilidad social explican del todo la evolución de los últimos años. No es que las generaciones anteriores recibieran mejor educación sexual. De hecho, en la mayoría de los casos, no recibían ninguna. Y desde luego no explican la forma en que ahora se producen.
Cada vez está más claro que el factor diferencial es el peso que la pornografía tiene en la educación afectivo-sexual delos adolescentes. Hasta el punto de que, según el estudio (Des)información sexual. Pornografía y adolescencia, realizado por Save the Children, un 53,8% de los niños la consumen antes de los 13 años y siete de cada 10 lo hace de forma continuada (al menos una vez en el último mes). El 93,9% accede a ella en la intimidad, sin ningún acompañamiento, a través del móvil, en portales gratuitos online (98,5%). Y, lo que es peor, la pornografía es la única fuente de información sobre sexualidad para el 30% de los menores.
Si tenemos en cuenta que siete de cada 10 vídeos que se descargan contienen violencia explícita y reproducen situaciones de dominación sexual, no es de extrañar que muchos adolescentes se formen una idea muy distorsionada de qué es la sexualidad y de cuáles son sus límites. Y que a través de esa pornografía, si no reciben otro tipo de estímulos, acaben asociando el placer a la violencia.
El análisis de las agresiones grupales ocurridas en los últimos años revela que en muchos casos reproducen los esquemas del porno gang-bang, en el que es común que varios hombres obtengan placer de ejercer violencia sobre una mujer. Desde luego, tampoco es casualidad que tantas de estas violaciones sean filmadas y difundidas por los propios agresores, entre los que suele haber un líder que ejerce de macho alfa e incita a los demás. Es obvio que un complemento del placer que obtienen estas manadas radica en la propia filmación, en el hecho de convertirse en protagonistas de su propia película porno. Ya no se trata solo de violar. Se trata de escenificar la agresión y convertirla en el producto que consumen habitualmente: contenidos tóxicos que alimentan el gran negocio de la pornografía, propagados con profusión por unos algoritmos siniestros que no están pensados para educar a los niños, sino para maximizar el beneficio económico de las plataformas que los albergan.
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