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Ahora sé que aquello no fue un sí

Siete mujeres narran uno de esos instantes que infinidad de ellas saben, ahora, que no debieron suceder. Tres especialistas analizan los mecanismos sobre los que opera esa violencia sexual que, envuelta por siglos de educación patriarcal, aún cuesta identificar

Isabel Valdés

“Tengo 66 años y me pregunto cuánto hay debajo en mujeres de nuestras edades”. Esto, que escribió en un email este jueves Luisa Pallarés después de narrar la violación a una amiga en 1977, es el espejo de millones de mujeres, desde siempre: según la ONU, un 35% de todas las que hay en el mundo (más de 1.333 millones) han sufrido en algún momento de su vida violencia sexual. Pero son estimaciones, saber la cifra exacta es imposible; organismos internacionales, expertas, gobiernos e instituciones cifran la bolsa oculta en torno al 90%. Es decir, que de media, los delitos sexuales que se conocen, los que llegan a denunciarse, son solo 10 de cada 100. En España, el cálculo se reduce a ocho de cada 100, según la última Macroencuesta de Violencia contra la Mujer, de 2019. Esto, en parte, tiene que ver con que existen multitud de situaciones que encierran violencia sexual, pero no se identifica¡ como tal.

Son las de ese día que con 15 años una adolescente no supo reaccionar o no pudo. Esa en la que una veinteañera quiso decir “no” pero no lo hizo por lo que fuese a pensar el otro. O cuando se quedó paralizada por la situación. Cualquiera de esos instantes que infinidad de mujeres saben, ahora, que no fueron lo que ellas querían que fuesen. Ese día que era “no” pero fue “sí” o fue el silencio porque “no se enfadara”. “No sabía muy bien qué estaba pasando”, “no sabía que podía decir que no”, “suponía que eso era lo que tenía que hacer”, “creía que eso era lo normal”, han escrito decenas de ellas entre los 16 y los 78 años en los relatos que han enviado a este periódico desde distintas ciudades del mundo. Ese instante en el que no percibieron la violencia como violencia las atraviesa a todas. También “el despertar”, “darse cuenta”, un día después, dos años después, tres décadas después.

Fue el tiempo, pero sobre todo el avance social producido por la revolución feminista de los últimos años, lo que cambió su percepción: de las relaciones, de lo que no era un sí, del deseo. Aún así, la ausencia casi total de educación sexual y afectiva en los colegios, en los institutos y en las familias provoca que siga existiendo una etapa en la que ellos todavía piensan que el sexo es un derecho, el suyo, y que ellas también lo crean, que el sexo es un derecho, el de ellos.

Aquí, siete testimonios, identificados solo con una inicial, que reflejan esa realidad. Sobre ellos, Victoria Carbajal (directora del centro de crisis de violencia sexual de Asturias), Assumpta Sabuco (profesora de la Universidad de Sevilla en el departamento de Antropología Social y experta en feminismo), y Miguel Lorente (médico forense y exdelegado del Gobierno contra la violencia de género), identifican y analizan los patrones y los mecanismos sobre los que opera esa violencia sexual que, envuelta por siglos de educación patriarcal, aún cuesta identificar.


M

Viaje fin de carrera, hace 25 años, yo tenía 23. Salir de fiesta, conocer a alguien, salir juntos a la calle y llegar a la playa. Yo pensaba en darnos dos besos, de esos del amor romántico mirando al mar.

Acabamos con él encima de mí y yo dije “para, no”. No paró. No hubo violencia evidente por su parte, tampoco resistencia evidente por la mía, pero me resistí, me quedé quieta, paralizada. Pasó muy rápido y después yo hice como que no pasó.

Durante un tiempo pensé que quizá el “no, para” lo había dicho en voz muy baja o sin convicción. Incluso llegué a dudar de si lo había dicho, que quizás lo había pensado pero no lo había pronunciado. Que no había sido clara. Que lo había dicho a destiempo. Que hay un momento en el que ya no se puede decir no. Que.... Hasta que lo borré de mi cabeza.

Muchos años después, viendo The Fall, la serie, escuché un diálogo brillante entre la investigadora protagonista y un hombre cuya mujer había sido violada y que cuestionaba por qué no se había defendido. Ella le explicaba que quedarse paralizada era defenderse también.

Esa comprensión me desparalizó, recordé la escena que yo viví, me entendí y entendí que había habido violencia por su parte y resistencia por la mía. Dejé de sentirme culpable. Hice clic.


Miguel Lorente

”Que hay un momento en el que ya no se puede decir no” es una frase muy gráfica que define las formas históricas de entender las relaciones y la sexualidad, cómo han sido pensadas desde y para el hombre para que la pasividad de la mujer sea contemplada como parte de la relación. Efectivamente, el silencio y la parálisis [inmovilidad tónica es su término en psicología] pueden ser formas de resistirse: si una relación sexual es una relación de afecto, placer y disfrute en una acción conjunta y compartida de dos personas, el hecho de que una no participe y esté quieta es señal de que algo está mal.

Pensemos en dos personas en una conversación, si una habla y la otra no contesta ni dice nada, ¿no se da cuenta la otra perfectamente de que algo pasa? ¿No le va a preguntar ‘oye, por qué no hablas, ocurre algo’? Evidentemente sí lo hará. En las relaciones sexuales es exactamente lo mismo, aunque hayan estado construidas desde el lado justo contrario, el de dar todo el protagonismo y el poder al hombre y sus deseos, desde el androcentrismo. Y la evasión se produce cuando la situación no se puede evitar: va desde la sensación de salir del propio cuerpo mientras ocurre, hasta poner tal distancia una vez que ha sucedido que lo olvides. La violencia sexual provoca un shock físico y emocional que tiene consecuencias inmediatas y a largo plazo debido al trauma que produce, aunque no siempre sean perceptibles de primeras para las mujeres.


L

15 años. Con el chico (repetidor, malote, de los que nunca más me han gustado pero ese sí, qué le vamos a hacer...) que me tenía loca en el instituto. Una noche de fin de semana, con algo de alcohol y muchas ganas de besarlo. Me llevó a un lugar oscuro del Puerto Deportivo a las afueras del bar donde nos divertíamos y allí entre beso y beso me “ofreció” hacerle una felación, algo que yo no concebía, no quería y ni se me había pasado por la cabeza que pudiera pasar...Y lo hice.

Por no saber reaccionar, porque me sentí muy muy pequeñita y acobardada y no quería, en cierta forma, defraudar SUS expectativas. Literalmente me sentí enredada y atrapada... Me culpé una y mil veces de aquello y mi relación con el sexo no fue buena durante mucho tiempo (sigo tengo un asco tremendo al semen y pocas veces disfruto con el sexo oral, aunque afortunadamente ya no es tabú para mí).

Se corrió la voz por el instituto y aunque no había redes sociales como hoy (gracias, gracias), me tacharon de puta como poco. Fue duro, durísimo para mí. Me ha costado mucho, mucho, curar mis heridas emocionales desde aquel día en que no supe decir que NO, que no quería, que no me gustaba y que no lo había decidido yo libremente. Hoy estoy en una relación de igual a igual, feliz, pero no ha sido un camino fácil.


Victoria Carbajal

Estas situaciones, extendidísimas, derivan de una educación patriarcal pura y dura: las mujeres estamos, existimos, para dar placer a los hombres y hacer las cosas que nos piden y como nos las piden. Tal y como enseñaban en las clases de la Sección Femenina [la parte femenina de la Falange Española], donde todo era indicado para satisfacer al hombre: había que darle placer y si no lo hacías, para ellos estaba permitido salir fuera de casa a buscar lo que tú no le dabas, legitimando la prostitución y la violencia sexual e incluso haciéndolas sentir culpables a ellas de que ellos se fueran a que les hicieran lo que ellas no les hacían.

De ahí venimos.

De ahí también esa clasificación que desde una óptica patriarcal se ha hecho en las últimas décadas de las mujeres. Frígidas, cuando se niegan a tener relaciones; calientapollas, cuando llega un momento en el que ya no quieren, convirtiendo sus límites, su voluntad de parar, en un insulto, y convirtiéndolos a ellos también en seres aparentemente incapaces de contener sus impulsos; o putas, cuando hacen libre ejercicio de su libertad sexual.


N

Cuando estaba en la universidad salía con un chico que me gustaba mucho, llevábamos bastante tiempo. Una noche me enteré de que me había puesto los cuernos, en medio de una fiesta. Y el drama: acercarme a él, decirle que qué había pasado, que cómo me hacía eso, etc.

Nos fuimos a mi casa a discutir. Yo con toda la intención de dejarlo, pero cuando llegamos y nos sentamos en el sofá, él empezó a acercarse más. A mí en ese momento me daba mucho asco y no entendía como él podía querer hacer nada con el panorama que teníamos.

Me empezó a medio acariciar, a agarrar de la cabeza y a meterme la mano entre las piernas y yo mientras llorando porque me acababa de enterar de lo de los cuernos. Él seguía y seguía hasta que se puso encima de mí y yo no sabía qué hacer y acabé mirando el techo mientras él me la metía. Te lo digo así porque fue así.

Yo solo lloraba y me estaba quieta porque no me podía creer lo que estaba pasando. Ya no lloraba por los cuernos, lloraba porque no podía creerme que mi novio del que estaba hasta las trancas, enamorada perdida, estuviese ahí encima de mí sin importarle una mierda lo que yo sentía o pensaba, él quería follar y punto. Y cuando acabó, sin condón por cierto, me dijo “venga, ya está, yo te quiero, ¿ves? arréglate un poco y volvemos a la fiesta”.


Assumpta Sabuco

Hay una ausencia de percepción de violencia, en ellas y en ellos, y también a veces una falta absoluta de empatía. Tiene que ver con la cosificación histórica de las mujeres: si coges un objeto, un papel, y lo tiras a la papelera, no piensas ni por un segundo que estés tratando mal al papel. Especialmente en las prácticas sexuales. Una sexualidad muy falocéntrica que se gestiona a nivel cultural construyendo cuerpos femeninos deseables. Las definiciones hegemónicas sobre el erotismo potencian un consumo visual de las mujeres como objetos de deseo disponibles. En ese sentido, los imaginarios del placer están basados en la violencia aunque hayan ido cambiando por el efecto de los medios digitales y las transformaciones sociales.

La influencia de los feminismos que postulan goces y placeres desde otras miradas han querido cuestionar lo normativo, las formas que invisibilizan la violencia. Tenemos más conciencia para decidir qué queremos, con quién, de qué manera. Poner el placer en el centro y reivindicar el deseo compartido es una demanda imprescindible que se traduce en no imponer sino buscar un con-sentimiento. Sin embargo, estos logros y conquistas a menudo derivan en más violencia por parte de quienes no quieren perder sus privilegios masculinos de poder sobre una “otra” que ha sido despojada de su agencia como sujeto. La violencia física, pero también simbólica, que se ha vuelto más sutil y con ello más peligrosa.

Hemos conseguido transformar los antiguos patrones de sumisión en las relaciones entre los sexos pero no las estructuras desiguales mediante las que, culturalmente, se construye y se legitima un cuerpo que es activo, el masculino, y otro a disposición del primero, el femenino. Ser conscientes de las fracturas y el coste de la desigualdad en un contexto de avances políticos y legislativos necesarios es el gran reto para abordar los contextos que materializan la violencia. Y en ese sentido, debemos visibilizar los moldes de un consentimiento para crear otros escenarios de deseos y placeres cuidados. Alejarse del sometimiento para lograr un mayor equilibrio en las desigualdades de sexo. Como ya señalaba Nicole-Claude Mathieu: “De los dos componentes del poder la fuerza más eficaz no es la violencia de los dominantes sino el consentimiento de los dominados a su dominación”


J

Llevaba muy poco tiempo viviendo en Madrid, menos de tres meses, y claramente estaba en una posición vulnerable. Eso lo veo ahora, no entonces. Conocía a poca gente y cualquier oportunidad de salir de casa la aprovechaba, así que cuando un tipo que era simplemente un conocido para mí, del ambiente cultural madrileño y muy conocido, me invitó a tomar algo, fui rauda y veloz. Estuvimos en una coctelería un par de horas y noté que iba demasiado borracha, le dije que me iba a casa e insistió en que estaba demasiado borracha para llegar, que fuéramos a su piso.

Le dije que de acuerdo, pero con la condición de que yo dormía en el sofá y él accedió. Cuando llegamos a su casa, volvió a insistir en que me tumbara en la cama, que estaría mucho más cómoda, que éramos amigos y que no pasaba nada. Me quedé medio dormida y acabamos teniendo sexo, no le di mucha importancia, lo achaqué a la situación de borrachera y poco más. Comenzó a mandarme mensajes sin parar, a todas horas, todos los días, pidiéndome fotos desnuda, algo que me resultaba bastante incómodo y toreé como pude el lío.

Como me sentía sola, un mes y pico después volvimos a quedar, yo iba con ciertas prevenciones, pero me dije que no pasaba nada. Acabé, otra vez borracha, en su casa, y esta vez sí empecé a angustiarme. Intentó que tuviéramos sexo, esta vez de una manera más violenta, y yo dije que no varias veces, y él paraba pero intentaba convencerme de que siguiéramos.

Me eché a llorar cuando me agarró la cabeza para forzarme a que le hiciera una felación. Se la hice mientras no paraba de llorar, me vestí y me fui a casa. Estuve llorando las siguientes horas.

Nunca más volvió a escribirme. Eso me convenció de que él también sabía que lo que había pasado no estaba bien. Esta es mi historia. Y tiempo después he conocido a otras mujeres que han vivido alguna situación parecida, al menos la del teléfono, con él.


Miguel Lorente

Ese “juego” de la insistencia, de expectativas, es de lo que hablaron algunas feministas francesas, aquellas que reclamaban el derecho a la seducción, a esa idea del hombre galán que se acerca y habla e insiste [en 2018, un centenar de artistas e intelectuales firmaron un manifiesto en Le Monde contra el “puritanismo” que se había levantado tras el Movimiento Me Too]. Eso se ha entendido siempre como parte de lo que supone establecer una relación, construida bajo las referencias androcéntricas.

Eso hace que en el momento en que crees que deberías haber hecho algo y no lo haces, salta la culpa. En ellos el deseo es voluntad, y hay un juego de complicidad con la normalidad, tienen una estrategia y usan el engaño con la conciencia de que pueden conseguir su objetivo, porque así ven en esos casos a las mujeres, como un objetivo.


V

No sé si tenía 16 o algo más o menos, no soy capaz de ordenar mi pasado por fechas. El que fue mi primer novio oficial, no me conquistó, no me rondó o me halagó o me sedujo, no, sino que en un granero, una noche de excursión con los amigos, me metió la mano en las bragas y me masturbó. No me preguntó ni recuerdo que se preocupara, simplemente lo hizo y yo lo dejé hacer, ni hablé ni disfruté, porque no sabía ni siquiera qué era eso.

Y eso fue suficiente por hacernos novios con derechos (para él) sobre mi cuerpo. Hubo violencia, tríos y presión, pero nunca placer físico para mí, a lo mejor mucha consciencia de mi poder sexual. Acabó mal, ninguno de mis posteriores novios de mi primera juventud pudo pasar más allá de mi cuerpo exterior, yo me largué a más de 1.000 kilómetros y él un día se suicidó.

Conocí la parálisis completa del cuerpo cuando era pequeña: sufrí una agresión sexual con 12 años, bajo amenaza de pistola, y fue por el miedo a morir. Aquella segunda parálisis fue mental, fue diferente, pero me quedaron las dos y así pase la vida entre el miedo, entregar y manejar el poder de mi cuerpo, y replegarme una y otra vez sintiéndome utilizada.

El no consentimiento me quitó la posibilidad de vivir la sensación del deseo para siempre, me complicó bastante la vida, la verdad, nada fue nunca natural. Y todavía me siento culpable, a veces, de haberme dejado, de no haber dicho que no o que así no.


Victoria Carbajal

Tenemos muy restringido el concepto de violencia sexual, tenemos que ampliarlo muchísimo. En nuestro imaginario está la que ocurre de forma violenta, de forma física, en la que puede haber un arma, en un lugar oscuro por alguien desconocido. Pero hay otras muchas otras. Al tener tan acotado el concepto, no identificamos esas muchas otras con violencia, y por lo tanto tampoco a nosotras como víctimas. Menos aún cuando es tu propia pareja.

Sin embargo, eso cambia cuando empezamos a relatarnos unas a otras nuestras historias. Desde que las mujeres empezamos a reunirnos y asociarnos, empezamos a ampliar el concepto. Cuando de pequeña te ocurría algo pensabas que solo te había pasado a ti, pero cuando creces y hablas con otras mujeres, te das cuenta de que no eres solo tú, sino el 99% de las que vas conociendo. Creo que también por eso el “despertar” de lo que significa el consentimiento y, más allá, el deseo, se da a medida que creces, pero las más jóvenes, cuando aún lo son, todavía no han llegado ese punto. También hace falta educar para verbalizar lo que nos ocurre, siempre.


C

Soy lesbiana y lo supe siempre pero donde me crié en los años ochenta no podía decirlo así como ahora. Decía que me gustaban los chicos y esas cosas que se supone que tenía que hacer y cuando tenía 14 años empecé a salir con uno de 18, más obligada que otra cosa porque no dijeran nada, por tapar la realidad.

El primer día que me quedé sola con él fuimos fuera del pueblo, al campo, en su coche. Nos estábamos besando hasta que él me cogió de la cabeza y me la empezó a empujar hacia abajo, hacia su pene. Me quedé totalmente bloqueada, no sabía que hacer en ese momento porque si decía que no pensaba que todo el mundo se iba a dar cuenta de que era lesbiana.

Hice dos o tres veces como el intento de subir la cabeza hacia arriba pero el seguía empujando hacia abajo, y no es que fuera con fuerza, pero solo con la mano en mi cabeza ya me tenía sujeta. Me di cuenta de que no podía hacer nada o al menos eso pensé. Ya fue como si no fuera yo, sé que puede parecer raro, pero como si fuese otra persona la que estaba allí. Lo hice como si fuera un robot.

Luego nos fuimos otra vez con nuestros amigos y él estaba tan contento y yo seguía como si estuviese fuera de mi cuerpo. Corté con él a los tres días, no volví a salir con nadie y luego ya me fui del pueblo cuando cumplí 18. Toda mi vida he pensado que por qué no dije no, por qué no salí corriendo de allí o lo que sea, que la culpa era mía, hasta que pasó lo de La Manada y empecé a escuchar otras historias y entonces me di cuenta de lo que había pasado.


Assumpta Sabuco

En estas ocasiones somos cuerpos sin derechos expuestos para el deseo del otro. Esto es lo que cuesta cambiar. Más aún cuando nos martillean con pánicos morales, para volver a discursos muy cerrados y referencias de la buena mujer, que no lleva escote pero tampoco va demasiado tapada. El punto justo que deciden ellos que es el justo. Cuerpos configurados como dóciles, disponibles, bellos: estamos todo el día cediendo espacio, controlando horarios y gestos, es una disciplina del terror sexual que encaja a las mujeres en una serie de movimientos y actitudes que se supone debemos tener.

Es una forma de aprender, de adoctrinar tu cuerpo para el placer del otro, negando y silenciando tus propios deseos, tus elecciones. Ser conscientes de que muchos de los imperativos sociales convierten tu elección en coerción es esencial. Hay que evidenciar esas formas de control social que están por todas partes: desde la familia, la escuela al grupo de amigos, la publicidad… Estos estereotipos masculinos y femeninos de la desigualdad son técnicas de reproducción y adiestramiento. Si detectamos estos mecanismos podemos usar otros para reivindicar nuestros placeres. Por eso hay que forjar nuevos marcos referenciales para nuestro cuerpo y nuestro deseo cambiando el contexto sociocultural que privilegia una cultura de la violación. El consentimiento tiene el peligro de convertir la libertad en una obligación, casi en un imperativo, al que muchas mujeres acceden bajo la creencia de ser una elección individual. Pero el consentimiento esta constreñido por lo colectivo y lo cultural. Por eso son las mujeres las que consienten a las propuestas o demandas masculinas.

El consentimiento excusa al dominante, lo libera de su responsabilidad y pasa el peso de su carga al contrario, al dominado. Se aniquila la responsabilidad del opresor y se promueve el rango de conciencia libre al oprimido para culparlo. Pensar, crear e imaginar nuevas formas de colaboración con- sentido igualaría las brechas y violencias que siguen presentes en las relaciones sociales de sexo.


R

Voy a ser breve porque lo que pasó fue breve. Una discoteca una noche, se me acerca un chaval y nos ponemos a bailar, la cosa se calienta y se me coloca detrás y me empieza a besar en el cuello. Todo bien hasta ahí. Pero de repente noto por debajo de mi vestido, en mi culo literalmente, su pene. Se lo había sacado y no sé en qué momento pensó que quería follar ahí, con él, en medio de la discoteca.

Me quedé paralizada como cinco segundos, o igual fue más, el caso es que reaccioné como por un impulso, me giré, le metí una hostia y me fui. Me han pasado varias cosas en la vida, con novios o con rollos de una noche, pero esta fue tan loca y me dejó tan en shock que la recuerdo de vez en cuando, cada vez que un tío se me acerca por la noche.


Miguel Lorente

El cambio principal se ha producido en las mujeres que sí han tomado conciencia de ese papel pasivo, culturalmente aprendido, que facilitaba que muchas de las conductas se produjeran: esperar a que ellos sean quienes lleven la iniciativa, aceptar cierto grado de insistencia o creer que hay una línea que una vez se sobrepasa convierte el no en sí porque ya nada se puede hacer y ya no se puede decir que no. De todo ello hay una conciencia clara de parte de la población más joven, de que toda esa construcción era falaz y situaba a la mujer al albur de lo que decidieran los hombres.

Eso, por otra parte, es lo que a muchos los tiene ahora perdidos: su plan ha sido siempre llevar el protagonismo, en el momento en que lo pierden, es como si les retiran de hacer su papel y no saben bien dónde ni cómo actuar. Y en ellas, el proceso de lo que significa ser mujer ahora me preocupa. Gran parte del empoderamiento de las mujeres está en su propia cosificación. Ellas van vestidas como quieren y casi siempre eso responde a una moda que las presenta atractivas. Ellos mientras, felices. Cuestionar el modelo en este caso significa seguir el modelo, facilitarlo. Pero al mismo tiempo es positivo, porque surge de la libertad, pero la libertad ante un momento cultural también debe ser actuar en contra de lo establecido.


[Este diario recibió decenas de relatos sobre consentimiento muy dispares en tiempo, zonas geográficas y edades. Se seleccionaron estos siete y, a petición de las mujeres que los enviaron, se eliminaron detalles y se les asignó una letra para mantener su anonimato].

Créditos

Diseño: Fernando Hernández
Desarrollo: Carlos Muñoz


Sobre la firma

Isabel Valdés
Corresponsal de género de EL PAÍS, antes pasó por Sanidad en Madrid, donde cubrió la pandemia. Está especializada en feminismo y violencia sexual y escribió 'Violadas o muertas', sobre el caso de La Manada y el movimiento feminista. Es licenciada en Periodismo por la Complutense y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS. Su segundo apellido es Aragonés.

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