Dos años de sesiones en grupo para reinsertar a presos condenados por agresión sexual
El 95,7% de los reclusos que siguen el programa penitenciario para estos delitos no vuelve a cometerlos en los primeros cinco años en libertad
De los cientos de rebajas de pena a agresores sexuales que ha provocado la entrada en vigor de la ley de libertad sexual, conocida como del solo sí es sí, las 42 excarcelaciones conocidas hasta ahora son las que han generado mayor inquietud en la ciudadanía. El programa que recibe este tipo de delincuentes en prisión está enfocado a la vuelta a la libertad con un solo fin: evitar que reincidan. Cada año cerca de medio millar de condenados por delitos sexuales (473 en 2021, último año del que hay datos) participa en el Programa Contra la Agresión Sexual (PCAS), según las estadísticas de Instituciones Penitenciarias. Puesto en marcha en 2005 a modo de prueba en cinco prisiones, en la actualidad se realiza ya en más de 40 cárceles dependientes del Ministerio del Interior ―Cataluña y País Vasco tienen transferidas la gestión de sus centros―. Una reciente evaluación sobre su eficacia, en la que se ha rastreado qué pasó con 400 reclusos que lo habían seguido en los cinco años que posteriores a su excarcelación, ha revelado una elevada tasa de éxito: el 95,7% no volvió a ser condenado por hechos similares, señalan fuentes penitenciarias.
En España hay más de 3.900 presos por lo que se denominan delitos contra la libertad y la indemnidad sexual, que engloba, entre otras infracciones penales, las agresiones sexuales. El proceso que siguen para la reinserción es largo y complejo. Aunque en el manual de los profesionales penitenciarios, al que ha tenido acceso EL PAÍS, la duración estimada para el programa es de nueve a 11 meses, no es extraño que el proceso se alargue hasta los dos años, según reconocen terapeutas encargados de impartirlo. Además, no todos los presos condenados por delitos sexuales son considerados aptos para seguirlo ―los expertos destacan que el perfil de estos delincuentes es muy heterogéneo―, y otros que sobre el papel sí lo son, no quieren hacerlo. Como todos los programas de tratamiento penitenciario, el PCAS es voluntario.
“Cualquier preso, al ingresar en la cárcel, es sometido a un estudio para valorar sus necesidades, carencias y problemas a partir del cual se elabora un programa de tratamiento específico para su delito y tiempo de condena”, señalan responsables penitenciarios. En función del resultado, se le enfoca a que realice determinadas actividades educativas ―a veces hay que enseñarles a leer y escribir―, formativas, culturales, deportivas o terapéuticas ―para que superan sus toxicomanías, por ejemplo.― En ningún caso, recalcan estas fuentes, un condenado por agresión sexual comienza ni el programa PCAS ni ningún otro de reinserción (hay un total de 22) nada más ingresar. En algunos casos, estos delincuentes tienen por delante penas que superan los 15 años de reclusión. Fuentes penitenciarias añaden que, de hecho, se busca que la fecha prevista para la finalización del programa se produzca lo más próxima a su excarcelación definitiva para facilitar, precisamente, que lo aprendido le facilite su reincorporación a la sociedad.
Además, en algunos casos, aunque el condenado pida participar en el PCAS ―se les advierte que los programas no incorporan ningún tipo de beneficio penitenciario, aunque sí que se tiene en cuenta para concederlos―, no siempre se le incluye. “En muchas ocasiones, no son los adecuados para su perfil. A veces es mejor que sigan otro, como el de violencia de género si el delito lo cometió dentro de la pareja, o el de atención a enfermos mentales si sufre algún trastorno. En otras ocasiones vemos que alguno que no ha presentado la instancia para hacerlo sí está preparado y se lo proponemos nosotros”, detalla un trabajador penitenciario que destaca que, una vez dentro del programa, son muy pocos los que lo abandonan o tienen que ser expulsados: “En los años que llevo, solo he tenido que hacerlo con uno”.
Una vez incorporado al programa, el recluso es sometido a un proceso de evaluación individual para pasar a una segunda fase en la que participa en sesiones grupales de tres horas de duración con otros presos condenados por los mismo delitos, todas ellas con el psicólogo. En estos grupos participan una media de 10 o 12 reclusos, aunque hay cárceles en las que esta cifra se eleva hasta los 20. También varía el ritmo de las sesiones. En algunas prisiones, son de una vez por semana. En otras, los terapeutas apuestan por dos encuentros en ese mismo periodo, lo que acorta la duración del programa. Los internos se sientan en círculo dejando el centro para el profesional penitenciario que dirige el programa, y se alternan con encuentros individuales en los que el terapeuta evalúa la evolución de cada recluso.
Las sesiones suelen empezar con un relato por escrito del delito que les llevó a la cárcel. “Lo que cuentan, lo que ocultan o en lo que mienten en estos textos nos permiten sacar las primera conclusiones”, señala el trabajador penitenciario. A partir de ahí, como si se tratara de “deberes” escolares, estos testimonios personales se repiten tanto en las sesiones grupales como con otras redacciones en las que deben explicar, por ejemplo, cómo recuerdan su infancia hasta la adolescencia, qué acontecimientos de su vida les marcaron o una lista de que consideran que son factores de riesgo que les puede llevar a reincidir en el delito. “Estos textos revelan, con relativa frecuencia, que han sufrido abusos sexuales en la infancia, acoso escolar o han consumido de modo abusivo de drogas y alcohol”, añade.
A partir de esa información, comienza el trabajo para alcanzar el objetivo final: que una vez que sean excarcelados, no reincidan en la agresión sexual. Los expertos apuntan que estos delincuentes suelen presentan unas características psicológicas comunes, como una baja empatía y una escasa conciencia emocional que les dificulta expresar y reconocer emociones, tanto en sí mismos como en otras personas. Según recoge el manual del programa, los trabajadores penitenciarios trabajan en las sesiones estos aspectos y otros, como las distorsiones cognitivas ―malinterpretaciones que hacen de las reacciones de las víctimas― y los llamados “mecanismos de defensa” que despliegan en torno al delito cometido, entre ellos frases de autojustificación del tipo “estaba bebido y no sabía lo que hacía” o “con esa falda tan corta y ese escote, lo estaba pidiendo a gritos”.
En el programa también se aborda el estilo de vida de los internos cuando estaban en libertad para alejarles, por ejemplo, de las toxicomanías, y se les imparte educación sexual “para acabar con muchos mitos y falsas creencias que tienen”, añade uno de los técnicos de Prisiones. “No es extraño que algunos de los condenados admitan el consumo abusivo de pornografía, sobre todo aberrante. Algunos creen que la sexualidad que reflejan estas películas es lo normal, no una fantasía, y ahí está uno de los problemas”, añade.
El último paso del programa es el denominado “prevención de la recaída” y que, en ocasiones, el recluso da disfruta de permisos o, incluso, está en semilibertad. De hecho, el manual considera “conveniente” que la última parte del tratamiento se realice cuando el recluso realiza salidas frecuentes de la cárcel. “Las posibilidades de que el sujeto experimente impulsos sexuales difíciles de manejar dentro de prisión son escasas, mientras que si está conviviendo en la comunidad las posibilidades de estimulación son mucho mayores, y por tanto, es más fácil trabajar directamente sobre esos impulsos”, detalla el texto. El objetivo es que estos reclusos puedan aplicar todo lo aprendido durante el programa para “enfrentarse” a estas situaciones y no volver a delinquir. Tan solo el 4,3% fracasa.
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