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Tribuna
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Lucrecia Pérez: feminicidio racista

Hace 30 años el guardia civil Luis Merino, con ayuda de tres menores vinculados a grupos nazis, cometió el primer asesinato racista documentado de la democracia española

Dos mujeres en un acto de protesta por el asesinato de Lucrecia Pérez convocado en el barrio de Aravaca, Madrid, en noviembre de 1992.
Dos mujeres en un acto de protesta por el asesinato de Lucrecia Pérez convocado en el barrio de Aravaca, Madrid, en noviembre de 1992.Eulogio Martín Castellanos
Juan José Tamayo

El 13 de noviembre de 1992 era asesinada la ciudadana dominicana Lucrecia Pérez, de 32 años, por el guardia civil Luis Merino Pérez con ayuda de tres menores, vinculados a los grupos nazis violentos contra las personas migrantes que entonces comenzaban a organizarse al grito de “los españoles primero”. Se encontraba refugiada con otras personas inmigrantes sin hogar en la discoteca abandonada Four Roses. Era el primer feminicidio racista documentado de la democracia española. Lucrecia había llegado apenas un mes antes a España. Trabajó como empleada doméstica unos días y fue despedida.

El asesinato causó un fuerte impacto en la ciudadanía, que expresó su enérgica e indignada protesta a través de numerosas manifestaciones y concentraciones. Fue también el despertar de la lucha contra el racismo y la xenofobia para preservar la convivencia cívica, de la necesidad de acoger hospitalariamente a las personas migrantes como iguales en dignidad y derechos y diferentes culturalmente, del enriquecimiento que suponía la diversidad étnica y cultural, del reconocimiento de las personas inmigrantes por lo que estaban aportando al bienestar de nuestra sociedad y, especialmente, de nuestro agradecimiento a las mujeres inmigrantes trabajadoras en el servicio doméstico.

Treinta años después del premeditado asesinato, practicado con nocturnidad y alevosía, y recién aprobada la Ley de Memoria Democrática, me parece de justicia mantener vivo el recuerdo de Lucrecia, un recuerdo sororal que le devuelva la dignidad que el asesino le quiso robar y repare tamaño crimen.

El feminicidio de Lucrecia es el mejor ejemplo de lo que en los estudios feministas decoloniales llamamos la interseccionalidad de género, etnia, clase social y procedencia geográfica. Lucrecia era mujer, empobrecida, inmigrante, negra, desempleada y, por tanto, excluida. Con ella se aplicó la “cultura del descarte”, que declara a las personas excluidas, y especialmente a las mujeres, “desechos” y “sobrantes”, según advierte el papa Francisco en su encíclica La alegría del Evangelio. Con Lucrecia se practicó la necropolítica que, según Achille Nbembe, es la capacidad de decidir quién debía morir y quién tiene que morir. Y según esa lógica, ella tenía que morir.

El asesinato de Lucrecia es la mejor demostración de que los discursos de odio racistas, xenófobos, sexistas, homófobos, LGBTIfobos, islamófobos, etc., fomentados por la extrema derecha política en alianza con los grupos religiosos integristas y basados en fake news, desembocan en prácticas violentas y en delitos de odio. Y las más castigadas son las mujeres, como demuestra el incremento de los feminicidios.

Treinta años después, tales discursos, prácticas y delitos no se han reducido, sino que tienden a crecer. ¿Hay respuesta? Sí, la ofreció la hija de Lucrecia, Kenia Carvajal ―que trabaja en el Movimiento contra la Intolerancia―, con motivo del 25 aniversario del asesinato de su madre: “Aunque lo que nos pasa es doloroso, nos deja huellas y no se nos va a olvidar jamás, tenemos que esforzarnos por convertir el odio en tolerancia”. Se trata de ponerla en práctica.

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