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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El trastorno mental no es algo individual

La pandemia fue un gran laboratorio de observación de un fenómeno habitualmente enmascarado por un enfoque individualista y medicalizador

Una joven sentada de espaldas en un banco de un parque.
Una joven sentada de espaldas en un banco de un parque.Kristina Strasunske (Getty Images)
Milagros Pérez Oliva

Abundan los informes que alertan de un incremento rápido y sostenido de la patología mental. La prevalencia de los trastornos mentales ya aumentaba antes de la pandemia, pero el repentino cambio del ecosistema social y vital puso de manifiesto hasta qué punto somos vulnerables a las condiciones del ambiente que modulan nuestro existir. Ya antes de que la covid-19 irrumpiera en sus vidas, la incidencia de los trastornos mentales en niños era del 10% y en adolescentes, del 20%. Pero bastó que llegara el confinamiento para comprobar que el cambio súbito de las condiciones provocaba un aumento de 47% en los trastornos mentales en menores, un 59% de los comportamientos suicidas y un 40% de trastornos alimentarios, según una investigación del Grupo de Trabajo Multidisciplinar sobre Salud Mental en la Infancia y Adolescencia.

Hace ya tiempo que los hospitales observan un aumento de consultas e ingresos por ansiedad y depresión en todas las edades, pero especialmente entre los jóvenes, y el consumo de psicofármacos no para de crecer. La prescripción de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes creció un 10% entre 2010 y 2021, según la Agencia Española de Medicamentos, y la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes situaba a España como el país con mayor consumo de estos medicamentos ya antes de la pandemia : 91 dosis por 1.000 habitantes y día según datos de 2019. En 2021, había subido a 110 dosis diarias por 1.000 habitantes.

No es un fenómeno exclusivo de nuestro país, aunque una parte de este exceso de consumo puede estar vinculado a las deficiencias en la atención a la salud mental. En todo caso, la pregunta es: ¿qué tienen que ver con estas estadísticas el impacto de las crisis económicas, la incertidumbre frente al futuro, el maltrato que reciben los jóvenes en nuestro sistema laboral, la competitividad extrema de la cultura neoliberal y las nuevas formas de autoexplotación de la sociedad del cansancio de las que habla el filósofo Byung-Chul Han?

La pandemia fue un gran laboratorio de observación de un fenómeno habitualmente enmascarado por un enfoque individualista y medicalizador. El malestar psicológico tiene efectos personales, pero en absoluto es un asunto individual. La explosión de los últimos años es reflejo y síntoma de un clima social que daña el equilibrio emocional de las personas. De muchas personas. Y, por tanto, es injusto plantearlo como el resultado de un desajuste individual, una quiebra del funcionamiento bioquímico del cerebro o una reacción patológica de vulnerabilidades genéticas previas. Todos heredamos vulnerabilidades. Que se traduzcan o no en patología mental está muy relacionado con las condiciones en las que vivimos. La epigenética está aportando mucha evidencia sobre cómo el ambiente altera nuestra biología.

Resulta tremendamente injusto tratar, como ocurre ahora, el trastorno mental como una condición individual, como una tara. Y etiquetar a quien lo sufre como alguien menos capacitado, más débil o más frágil ante las condiciones adversas. Si las condiciones adversas siguen creciendo, todos podemos acabar quebrados. Por supuesto, es más fácil poner etiquetas y compartimentar que ir a la raíz de los problemas. Es más fácil tratarlo como un asunto individual que como un problema social colectivo. El enfoque individualista conduce a la estigmatización y, lo que es peor, a culpabilizar a quien sufre el trastorno, cuando quien lo sufre no tiene en sus manos el control de las condiciones ambientales que han quebrado su equilibrio mental.

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