Jóvenes gais en A Coruña: “Madrid y Chueca son una burbuja, un oasis. No todo es así”
Los móviles de Ana y Pablo echan humo con mensajes de apoyo de toda España. Él asegura que “podría haber acabado como Samuel”. “A los que lo mataron les hemos fallado como sociedad. Van a ir a la cárcel por eso”, dice ella
Pablo Bermúdez se despertó el sábado por la mañana con la noticia de que unas horas antes en A Coruña, la ciudad en la que vive, habían matado a golpes en la calle a la salida de un bar a un chico gay de 24 años llamado Samuel Luiz. Pablo pensó que tenía un año más que ese chico; que trabaja de enfermero, como ese chico; que es homosexual, como ese chico; y que, aunque ya no va a determinados bares y zonas de A Coruña porque le dan miedo, él podría haber acabado como Samuel Luiz, como ese chico.
Pablo confiesa que por la calle suele agachar la cabeza, cambiar de postura corporal, adoptar una gesticulación que no llame la atención y que, para bailar y tomar copas, se limita a ir a lo que él denomina “sitios seguros”. No solo para huir de las posibles agresiones, sino para no soportar las miradas, los comentarios, las recriminaciones y una suerte de humillación constante que experimenta sin parar. Por eso, para bailar y tomar copas elige solo bares de ambiente LGTBI, donde puede sentirse libre. Como si hubiera dos ciudades dentro de A Coruña y de una, la mayor, la que tiene más cosas, Pablo se hubiera exiliado para evitarse problemas. “A veces pienso que es mejor un buen bofetón a que te estén mirando una y otra vez”, dice, con una tristeza en la voz que parece de otra época.
Ana Fernández, de 33 años, lesbiana, también de A Coruña, asegura que hace unas semanas estuvo de vacaciones en Madrid. Y que allí volvió a sentirse no ya libre, sino simplemente “relajada”. “Madrid y Chueca son una burbuja, un oasis. No todo es así”, cuenta. Los dos, Pablo y Ana, están sentados en una cafetería al aire libre del centro de A Coruña. Cerca, en una calle que da a la playa de Riazor, un esquinazo de acera se ha llenado de ramos de flores, de fotos, de mensajes escritos en cuartillas y cartulinas, de peluches y de globos. En ese sitio cayó abatido Samuel Luiz para no levantarse jamás. Ni Ana ni Pablo se han acercado a verlo. Los dos pertenecen al colectivo ALAS, una asociación coruñesa que defiende a la población LGTBI. Los dos tienen el móvil que echa humo recibiendo constantes mensajes de apoyo y de cariño de otras asociaciones de gais y de lesbianas de toda España por el asesinato.
La policía aún investiga el caso, tratando de dilucidar si el móvil de la paliza fue la homofobia. Tanto Pablo como Ana lo tienen claro. Pero, en el fondo, da igual: el asesinato salvaje de este homosexual ha servido de detonante, de excusa, para que salga a la luz el pequeño infierno que viven constantemente personas como Pablo. Como Ana. Pablo, con el mismo deje cansado en la voz, cuenta: “Ayer mismo, unos pocos días después del asesinato de Samuel, en la ambulancia donde trabajo, subimos a una persona trans. En el carné de identidad ponía un nombre, pero ella pedía que la llamáramos de otra forma. El conductor de la ambulancia la siguió llamando por el nombre del carné. Hasta que yo le pedí que parara, que la llamara como ella quería. Y él me replicó: ‘¡Ah! ¿Que tú también eres de esos?’. Y así siempre”. Ana añade: “Ha tenido que pasar lo de Samuel para que se vea lo que nos pasa”.
Pablo mira hacia el móvil y matiza: “Todos los mensajes de apoyo que nos llegan son de colectivos como el nuestro. Del resto de la sociedad, no. Y ¿sabes? No somos nosotros los que tenemos un problema. Es el resto. Es como defender la lucha contra el racismo. No solo lo deben hacer las personas negras”. Tanto Pablo como Ana han ido a colegios y a institutos a explicar la homosexualidad. Eso que Vox quiere impedir con el veto parental. “Evidentemente, nadie se hace homosexual por escuchar una charla sobre homosexualidad. Pero sí ayuda a entender, a ver a los demás, a aceptar la diversidad, a aprender que en tu clase puede haber un alumno, o un profesor, que es homosexual y que es exactamente igual que tú”, dice Pablo. Y Ana agrega: “A los que mataron a Samuel a patadas les hemos fallado como sociedad. No hemos sido capaces de enseñarles algo esencial. Van a ir a la cárcel por eso”. “Yo no tengo miedo en la calle. Sí respeto, en determinados lugares de esta ciudad y en determinadas actitudes. Pero me niego a tener miedo. Si tengo miedo, gana el odio. Al miedo se le combate con pluma, con visibilidad y pedagogía”, asegura.
Hablan tranquilamente, pero sin perder ese punto de amargura que con el asesinato de Samuel ha crecido. En estos días se multiplican por los medios de comunicación debido al crimen. Y a los periódicos, radios y televisiones que les preguntan les responden y les explican “lo mismo que la asociación lleva respondiendo y explicando todos los días del año”. “Nada me gustaría más que dejar la asociación por inútil, por innecesaria, cerrarla para siempre y tirar la llave al mar”, explica Pablo, que cuenta que llegó a A Coruña huyendo de una ciudad aún más pequeña y aún más opresiva: Ponferrada. Ana, por su parte, replica: “Siempre se nos victimiza. Y nosotros también lo hacemos. Y con razón. Pero a la gente más joven yo les digo que la cosa va a ir bien, que lo vamos a pelear hasta el final”.
Pablo asiente. Luego añade que él es inseguro, pero que tiene carácter, y que si a él le hubieran insultado como insultaron a Samuel la noche de su muerte, llamándole maricón, él habría respondido lo mismo que, según las amigas de Samuel, respondió: “¿Maricón de qué?”. “Y podría haber acabado como Samuel”.
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