La mascarilla resiste en las calles
A pesar de que los contagios en exteriores son mínimos, el temor a la variante delta y las infecciones masivas como la de Mallorca despiertan desconfianza
Escena de la novísima normalidad. Sábado, exterior, día: dos mujeres en un parque. Una corre sin mascarilla, otra pasea con ella puesta a un perro. “¡Irresponsable!”, increpa la del perro a la corredora. “¡No tengo ninguna obligación de llevarla!”, le contesta esta rauda. Es la situación que se vivió este sábado en España: los que se animan a quitarse la máscara al aire libre, amparados por el BOE, y los que prefieren seguir usándola.
Tras más de un año embozados, a las doce de la madrugada del sábado el tapabocas dejó de ser obligatorio en exteriores, siempre que no haya riesgo de aglomeraciones y se cumpla la distancia interpersonal de los 1,5 metros. Es decir, en la situación en la que la ciencia siempre ha defendido que el riesgo de contagio es mínimo.
La flexibilización de la medida llega, sin embargo, en un momento delicado. Por un lado, más de la mitad de los ciudadanos tienen, al menos, una dosis de la vacuna puesta. Por otro, la incidencia en España está instalada en 95 casos de covid por 100.000 habitantes y llevaba desde abril con una tendencia descendente, pero hace cuatro días las nuevas infecciones han repuntado ligeramente y la incidencia acumulada vuelve a subir de forma paulatina. Preocupan los recientes macrobrotes y la variante delta del virus, originaria de India, que ha obligado a Portugal o Reino Unido a frenar su desescalada y que, según el Centro Europeo de Control de Enfermedades, llegará a provocar el 90% de los contagios en el continente en agosto.
Con esta situación, autoridades, expertos y ciudadanos se asoman al fin de la mascarilla en espacios abiertos con la alegre cautela de quien mete el pie en la primera piscina del verano. Lo dijo la ministra de Sanidad, Carolina Darias, en el anuncio del jueves, “las mascarillas dejan paso a las sonrisas”, pero también que el relajamiento debe producirse “de manera progresiva y prudente”. Este sábado, la portavoz del Consejo General de Enfermería insistió en “mantener la sensatez” ante la medida y recomendó “llevar siempre una mascarilla en el bolsillo, la mochila o el coche, para evitar encontrarnos en situaciones en las que debamos utilizarla y se nos haya olvidado”. El presidente valenciano, Ximo Puig, publicó un vídeo pidiendo a sus conciudadanos que la llevasen “puesta o en el bolsillo”, y apeló a la prudencia “ante el repunte de casos, sobre todo entre jóvenes”.
Celebración con peros
En la calle, la medida se celebró, aunque con peros. En la plaza de la Vila de Gràcia de Barcelona, la última campanada del viernes noche dio paso a un estallido de júbilo. Con un “oé” interminable y las mascarillas volando sobre sus cabezas, decenas de personas despidieron al cubrebocas. A cara descubierta, Verónica Amot, de 48 años afirmaba: “Tenía ganas de quitármela, aunque miedo también. Mi padre murió por coronavirus y algo de reparo tengo”. Toni Garcia, de 34 años, con una reutilizable sobre nariz y boca, fue rotundo: “Yo la seguiré usando unas semanas. No hemos acabado con el virus y ahora va a explotar la epidemia otra vez”.
Además del bajo riesgo de contagio en los exteriores, la medida viene sustentada por el buen ritmo de la vacunación. De hecho, la nueva norma también permite que los residentes de centros sociosanitarios con más de un 80% de vacunados (prácticamente todos) puedan ir sin mascarilla, aunque sí la deben usarla trabajadores y visitantes. Esta misma flexibilidad se aplica a dependencias de servicios esenciales (como los parques de bomberos) con esa tasa de inmunización.
Sin embargo, la tranquilidad que proporciona la vacuna se ha visto alterada por brotes como el de Mallorca (cuyos mayores focos fueron fiestas en interiores y un macroconcierto de reguetón en la plaza de Toros en el que no cabe imaginar distancias de seguridad) y el auge de la variante delta en Europa. Más contagioso y con habilidades mejoradas para sortear, en parte, la protección de las vacunas, el nuevo linaje ya provoca el 90% de los contagios en el Reino Unido.
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, pidió el viernes que los países no bajen la guardia con las restricciones. Daniel López Acuña, exdirector de Emergencias de la Organización Mundial de la Salud opina que “es una variante a la que hay que prestar atención y nos debe preocupar, pero no alarmar”.
Según los estudios de los servicios del Reino Unido de Salud Pública, la efectividad de la primera dosis de las vacunas de Pfizer y de AstraZeneca frente a la variante delta baja al 33% (respecto al 50% frente a la alfa, la de origen británico); con las dos dosis, no obstante, la protección se recupera y es muy similar a la medida originalmente. Marcos López Hoyos, presidente de la Sociedad Española de Inmunología, resume: “Parece que esta variante escapa más a las vacunas, pero estas funcionan”.
Para protegerse contra la variante, el Reino Unido mantendrá las limitaciones de aforo en encuentros sociales hasta el 19 de julio. Portugal también ha frenado su desescalada e Israel ha vuelto a imponer el uso de mascarillas en lugares cerrados. Ningún país ha vuelto sin embargo a recomendar su uso en exteriores, una medida que ya había sido flexibilizada en toda Europa (y que algunos países nunca impusieron).
Prudencia
En España los últimos datos de Sanidad todavía sitúan este linaje en apenas el 1% de las muestras secuenciadas, aunque los expertos aseguran que su expansión real es mucho mayor. Por ello algunas autonomías han pedido mantener la guardia alta. El viceconsejero de Salud Pública de la Comunidad de Madrid, Antonio Zapatero, ha pedido “máxima prudencia” al flexibilizar el uso del cubrebocas y ha reclamado más controles en el aeropuerto de Barajas. El vicepresidente de Castilla y León, Francisco Igea, ha alertado de que la pandemia “no ha finalizado” y ha recordado que la delta afecta “fundamentalmente” a los jóvenes. Juan García Costa, vicepresidente de la Sociedad Española de Virología, explica que no se pueden extrapolar a Europa los efectos de esta variante en la India, donde provocó miles de muertos, y matiza: “El problema no es retirar la mascarilla, sino la forma de dar el mensaje. Me atemoriza cómo usarán los jóvenes esta información. La pandemia no ha terminado”.
Durante todo el sábado, el clima en la calle fue de prudencia. Los que sí y los que no usaban mascarilla se mezclaban en parques, playas y aceras. Quizás porque más allá de brotes y variantes, esta prenda se ha convertido en una parte de nuestra cotidianeidad y llevarla o no es también una decisión íntima. Carlos Losada, vocal de la Asociación Nacional de Psicólogos Clínicos y Residentes, asume que, como sucede ante cualquier cambio, hace falta un tiempo de adaptación. “Puede haber personas con sensaciones más fóbicas. Lo mejor es desescalar al ritmo de cada uno”, sostiene. Concuerda Begoña Elizande, psicóloga clínica y experta en duelo: “Habrá gente que la quemará en la hoguera y otra que no se la sacará porque le va bien para su alergia al sol o porque se sienta más protegida”. Antonio Sanz, profesor de Psicología en la Universidad Autónoma de Barcelona, concluye que será cuestión de tiempo, y no demasiado: “Si la gente se adaptó rápidamente a la mascarilla, la adaptación a lo contrario también será rápida”.
“Se va a hacer raro” o cómo el tapabocas se volvió cotidiano
La mascarilla dejó de ser obligatoria en los exteriores justo 401 días después de que entrara en vigor la primera norma que imponía su uso en la calle. Aquella directriz arrancó diciendo que se debía usar solo si no se podía mantener la distancia de 1.5 metros (como ahora), pero se fue endureciendo en los siguientes meses. Tras los vaivenes de las primeras semanas de pandemia, en las que se desaconsejó su uso, el cubrebocas se ha convertido en el salvavidas ante un enemigo invisible y su aceptación ha sido casi unánime: por el temor al virus, por cumplir la norma o por el miedo a ser amonestado si no se seguía la directriz. Según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), el 99,4% de los españoles la usa habitualmente. “Se va a hacer raro no llevarla por la calle porque estamos muy acostumbrados”, dice Ona López, de 21 años.
Raro puede ser, pero en ningún caso, problemático, coinciden los psicólogos. Begoña Elizande, experta en duelo y pérdidas, dice que “ha sido una restricción importante y opresiva, pero no tanto como para provocar un trauma”. Antonio Sanz, profesor de Psicología en la Autónoma de Barcelona, explica: “El reconocimiento facial es algo que llevamos instalado de serie y hay otros elementos, como la modulación de la voz o la postura del cuerpo para expresar emociones. Nadie habrá perdido la práctica para interpretar estas emociones”.
Además de volver a vernos las caras más allá de los ojos, la flexibilización en el uso de la mascarilla es también una buena noticia para la economía familiar. Su precio, aunque más exiguo que en los caóticos primeros meses de pandemia, ha elevado la factura en los hogares. El Gobierno lo reguló dos veces en el caso de las mascarillas quirúrgicas desechables —en abril de 2020 lo fijó en 0,96 euros, y en noviembre lo rebajó a 72 céntimos— y ahora, sin problemas de abastecimiento, las más básicas se pueden encontrar desde 12 céntimos.
Según el CIS, los que usan mascarillas desechables (el 92% de los encuestados) emplean unas 5,5 a la semana. Esto es, 22 al mes. Entre la población mayor de 18 años, se emplean, entonces, unas 850 millones cada mes. La consultora HRM señala que, solo en las farmacias, se facturaron casi 624 millones de euros por la compra de este producto.
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