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La resurrección Erasmus de la ciudad universitaria

Los estudiantes extranjeros de Salamanca encaran una nueva etapa tras caer el estado de alarma

Juan Navarro
Ambiente de jóvenes en el centro de Salamanca en el primer fin de semana sin estado de alarma.
Ambiente de jóvenes en el centro de Salamanca en el primer fin de semana sin estado de alarma.DAVID ARRANZ

La leyenda de Salamanca rebasa fronteras. La ciudad, que tiene su universidad como emblema, proyecta un doble prestigio: el académico y el nocturno. La Universidad de Salamanca seduce a quienes aspiran a la mejor formación y desean un ocio acorde. O viceversa, según gustos. La pandemia ha modificado los hábitos festivos y ha enterrado acontecimientos como la Nochevieja Universitaria en la plaza Mayor, pero las ganas de disfrutar persisten en un sentido darwiniano: adaptarse o morir.

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El bar Erasmus parecía, antaño, Ibiza. Sus mesas, sus cervezas y su decoración con todos los vicios habidos y por haber atraía a los extranjeros. Sus paellas multitudinarias o jueves locos quedaron atrás, pero al menos ahora pueden acoger a grupos, como uno convocado allí por EL PAÍS para hablar del programa Erasmus. Entre los asistentes está la belga Elouise Kamangary, de 21 años, que valora las terrazas de aquí y piensa que en sus países estarían “todavía más limitados”. Ella cursa Comunicación y Marketing y es la única Erasmus de la clase cuando en otros tiempos eran siete; 568 estudiantes de los 28.378 matriculados en la USAL son también foráneos. Al principio se sintió sola, pero el tiempo y la relajación de las restricciones la empujan a aprovechar: “Es magnífico, están saliendo muchos planes”.

Su amiga Lillebil Wallner, sueca de 25 años y estudiante de Políticas, se entristece por las glosas sobre la fiesta que aún no ha catado. En su tierra “no había casi covid” y un mundo con mascarillas dificultó su adaptación, aunque entiende que “es mala suerte para todos, dicen que antes era mucho mejor, pero al menos hemos estado en Salamanca”. El italiano Eduardo Guida, de 23, cursa Económicas mientras intenta empaparse de una cultura adicta a pasarlo bien incluso bajo el sometimiento legal. Hasta para ligar han tenido que apañarse, admite, alguien a quien le suele funcionar aquello de “Me llamo Eduardo y soy italiano”. “¡Y boom!”, exclama. “Tendré que volver o quedarme”, sentencia, para descubrir mejor la vida española.

Las clases a distancia y con menos extranjeros, aprecia el grupo, lastran las opciones para crear lazos, ni siquiera mediante los encargos de las asignaturas. Eso sí, subraya Kamangary, han aprendido mejor castellano al no tener tanto forastero con quien hablar. Wallner se siente estimulada: “Nos ha motivado para conocer gente”. El noruego Max Hammergren, de 21 años y dos metros de humanidad, vivió en Madrid antes del coronavirus y se mofa al comparar ambos contextos: aquel desenfreno contra una realidad charra opuesta. Mirar a Oslo no ayuda: su familia ha estado meses “encerrada” y se siente un privilegiado. Juliette Beirlaen, belga también de 21, estudia español, y define con gesticulaciones y un “¡Uuuh!” la osadía pasada de pasear a las 10.30. Ninguno se arrepiente de este año, que los ha curtido “para aprender y divertirnos cada día”.

Encuentro en un bar de Salamanca para hablar de la vuelta a la vida de calle de los estudiantes de Erasmus.
Encuentro en un bar de Salamanca para hablar de la vuelta a la vida de calle de los estudiantes de Erasmus. DAVID ARRANZ

Los conocedores de los ritmos de Salamanca incluso eluden detallar el vergel de ocio que eran las orillas del Tormes. El colombiano Camilo Castañer, de 32 años, gestiona Yeah, una empresa que organiza viajes y ocio Erasmus. El balance del año, cree, es mixto, pues mezcla la tristeza de las limitaciones con el gozo de saber que en sus países estarían confinados. El catedrático de Comunicación Ángel Losada asiente desde sus 27 años en las aulas: “Este año tienen una motivación bestial”, aplaude, en lo educativo y en lo social. Una pandemia no los detendrá, medita, frente a una “oportunidad única”.

La hostelería asiste a una anhelada recuperación. La Universidad de Salamanca aporta el 7% del PIB local y nadie quiere parones, por eso el dueño del bar Erasmus, Ramón Benito, agradece el bullicio. Su actividad cayó hasta el 10% en los momentos críticos y, como el presidente de la Asociación de hosteleros, Álvaro Juanes, emplaza a los jóvenes a recuperar sus costumbres con responsabilidad para no ser señalados.

Estos hábitos pasan por algo anteriormente tan normal y hoy tan extraño como beber chupitos al son del reggaeton. La Chupitería, territorio Erasmus de la bebida asequible y música pegadiza, acoge a un crisol de nacionalidades con ganas de mambo. La salmantina Alba Mayor y las chilenas Carolina Herrera, Javiera Fernández y Silvia Sepúlveda batallan para contenerse y no perrear la música que restalla: está prohibido. La Policía acecha para evitar aglomeraciones e incumplimientos normativos. El inglés Fred Johnson, de 20 años, asume como un campeón: se dedica a vaciar vasos y a contonearse con gracejo. El patrimonio urbano le ha agradado y ahora falta fajarse con la noche y sus misterios. Su amiga Stella Vollebregt, holandesa de 19, se menea ante algo “fantástico” e “impensable” en su patria.

La medianoche se ha convertido en el principal enemigo de los fiesteros. Los garitos cierran y los agentes dispersan a quien decida dar un sorbo más. Entonces aparece el viejo comentario: “¿Qué hacemos?”. Algunos tienen plan: “¡Botellón en casa!”, pero con aforo controlado y sin grandes alborotos, que la multa de 1.200 euros asusta. Los debates de borrachos se han adelantado y ya no ocurren al amanecer sino con las campanadas. Unos hablan de cómo gestionar políticamente las restricciones y otros casi denuncian tener que recogerse “con la bomba”. Carmen y María dejan pasar los minutos en la monumental plaza Mayor hasta que montan en una bici prestada sin, sorprendentemente, descalabrarse. Cada cual ha de buscar jaleo sin ayuda, como cumpliendo ese viejo dicho latino que planea sobre la ciudad: “Quod natura non dat, Salmantica non præstat”, es decir, “lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta”. Ni siquiera la forma de consumir las noches cuando cae el telón del bar. Al menos sus actores por fin sienten recobrado el espíritu universitario.

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Sobre la firma

Juan Navarro
Colaborador de EL PAÍS en Castilla y León, Asturias y Cantabria desde 2019. Aprendió en esRadio, La Moncloa, buscándose la vida y pisando calle. Grado en Periodismo en la Universidad de Valladolid, máster en Periodismo Multimedia de la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo EL PAÍS. Autor de 'Los rescoldos de la Culebra'.

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