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El Muro de la Peste: confinar en el siglo XVIII

La pared, hoy restaurada, se construyó en 1721 para contener el avance de la plaga de Marsella

Uno de los tramos del muro reconstruido.
Uno de los tramos del muro reconstruido.BRUNO ARBESU
Marc Bassets

China tiene la Gran Muralla y Berlín tuvo el Muro. En Francia, una barrera mineral medio olvidada anticipó tres siglos los métodos que ahora se usan para contener la pandemia de coronavirus. “Esto es un antivirus, un confinamiento, como entonces”, dice Rudy Altabella mientras una mañana fría de enero pasea con su perra, Roxy, junto al llamado Muro de la Peste, en la Provenza francesa.

La muralla, diseñada por el arquitecto Antoine d’Allemand, se construyó piedra a piedra, sin ningún tipo de cemento, en 1721. Debía servir para aislar los territorios del Papa en el sur de Francia ante el avance de la peste, que el año anterior había desembarcado en Marsella, 85 kilómetros al sur. Medía 27 kilómetros.

Unos mil soldados custodiaban la frontera. En un primer momento, mercenarios al servicio del Papa; más tarde, del rey francés. La geógrafa Danièle Larcena, que lleva décadas dedicada a estudiar y reconstruir del muro, explica que, para cruzarlo, se exigía un documento que acreditase que no había peste en el pueblo de procedencia.

No resulta fácil llegar hasta allí, como si fuese un lugar medio secreto, escondido entre robles y pinos. “Ni idea, no soy de aquí”, responde un corredor cuando se le pregunta por el camino más rápido.

El acceso se encuentra en la carretera de Lagnes, un pueblo de 1.600 habitantes a 40 kilómetros de Aviñón. Fue, muchas décadas después de que pasase la plaga, el territorio del maquis, la zona montañosa donde, durante la Segunda Guerra Mundial, los resistentes contra la ocupación alemana se escondían y preparaban sus operaciones. Europa afrontaba entonces otra peste: la del nacionalsocialismo. La de 1720 quedaba lejos.

En sus Memorias de ultratumba, Chateaubriand recuerda que el bacilo entró en Marsella al atracar en su puerto barcos procedentes de Siria. “Se cerraron las puertas de la ciudad y las ventanas. En medio del silencio general se escuchaba de vez en cuando una ventana que se abría y un cadáver que caía; por la pared se derramaba la sangre y los perros sin amo lo esperaban abajo para devorarlo”, escribió.

Un siglo después de la peste, el almanaque inglés Chambers Book of Days recordaría en su entrada del 25 de mayo de 1720: “Aquel día, la llegada a Marsella de un barco de Sidón trajo la plaga a la ciudad y causó la muerte de un número inmenso de personas. Fue la última vez que esta enfermedad formidable apareció en Europa occidental. Solo pudo evitarse que el mal se propagase al resto de Francia gracias a las medidas más activas y rigurosas”.

Una de esas medidas fue el muro. Como en 2020, las autoridades consideraron que el método idóneo consistía en encerrar a las personas en sus casas, como cuenta Chateaubriand, y levantar fronteras entre las regiones infectadas y las que se consideraban limpias.

La peste pasó y dejó unos 100.000 muertos en la Provenza, según las estimaciones. Del muro, medio en ruinas entre la vegetación, quedó poco rastro, como suele ocurrir después de las pandemias que pronto pasan al olvido. Era una pared precaria: piedras del lugar superpuestas a toda prisa.

A mediados de los años ochenta, el político local Jean Garcin, que durante la guerra fue uno de los jefes del maquis y conocía el terreno como pocos, pidió a la Asociación de la Piedra Seca, dedicada a preservar y recuperar edificaciones de este tipo y a la que pertenece Danièle Larcena, que lo reconstruyese.

Hoy, el muro trepa por el monte, la piedra está congelada, aparte del corredor y del paseante no se ve un alma durante la hora de recorrido. “Las medidas en tiempos de peste son las que tomamos ahora”, constata Larcena. Una ruina muy antigua y a la vez un monumento del futuro.


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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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