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Columna
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Los tiempos de la vida y el trabajo

Unos sufren porque trabajan demasiado y no pueden conciliar y otros porque al no tener trabajo, tampoco pueden disfrutar

Milagros Pérez Oliva
Un empleado ficha al entrar a su puesto de trabajo.
Un empleado ficha al entrar a su puesto de trabajo.EFE

La empresa andaluza Software Delsol ha sido noticia esta semana por haber implantado la jornada laboral de cuatro días sin reducir los salarios. Para ello ha incrementado la platilla en 25 trabajadores y espera que el resultado no sea una reducción de los beneficios, sino todo lo contrario: que la mejora del clima laboral y el mayor compromiso de los trabajadores le permitan aumentar la productividad. No es un experimento con gaseosa. Una medida similar aplicada por Microsoft Japón le ha permitido incrementarla en un 40% y son muchas las empresas que, como promueve la Fundación Factor Humano, tratan de mejorar los resultados poniendo énfasis en el bienestar de los empleados y una adecuada gestión de los tiempos de la vida.

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Este va a ser el debate central de los próximos años. No solo autores como Josef Stiglitz o Thomas Piketty han alertado sobre el incremento de las desigualdades y sus catastróficas consecuencias. Hasta los organismos que han aplaudido e incentivado las políticas de austeridad advierten ahora que hay que reducir la desigualdad. Pero la mayor fuente de desigualdad tiene que ver con el acceso al trabajo, lo que trae consecuencias de todo orden pues el trabajo no es solo el principal mecanismo de reparto de la riqueza: es también el principal mecanismo de participación en la vida social.

Hasta ahora, como demostró en un famoso gráfico el que será ministro de Universidades, Manuel Castells, la productividad no ha dejado de aumentar, y una forma de repartir sus beneficios ha sido reducir el tiempo de trabajo. En 1850 una persona dedicaba una media de 150.000 horas a lo largo de su vida a trabajar. En 1900 eran 130.000 y en 1950, 110.000. En el año 2000, oscilaba entre 60.000 y 75.000. En 150 años, los aumentos de productividad, vinculados casi siempre a mejoras tecnológicas, han permitido reducir el tiempo de trabajo y aumentar al mismo tiempo los salarios. Lo que se avecina ahora es una nueva revolución tecnológica, basada en la robotización y la inteligencia artificial, que permitirá un nuevo salto en la productividad. Se podrá producir más con menos trabajo humano. ¿Por qué no hemos de aplicar la fórmula que hemos seguido hasta ahora y que ha sido la más exitosa en términos de progreso social?

Tenemos dos maneras de afrontar el reto de garantizar la justicia social: repartir el trabajo o repartir la riqueza en forma de subsidios de desempleo, renta mínima o ayudas sociales. Aún en el caso de que el resultado fuera el mismo, que no lo es, repartir el trabajo siempre será una opción socialmente más equitativa, porque ofrece garantías de inserción social plena y permite una mayor armonía con los tiempos vitales. La segunda en cambio, puede garantizar la subsistencia, pero no elimina los riesgos de una creciente exclusión social. En este modelo, unos sufren porque trabajan demasiado y no pueden conciliar, y otros porque, al no tener trabajo, tampoco pueden disfrutar de la vida.

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