Las madres yanomamis suplican por los cuerpos de sus bebés en Brasil
La indignidad con la que se trata a los indígenas en la pandemia de la covid-19 ha abierto un nuevo y atroz capítulo en la violación de los derechos de los pueblos originarios por parte del Estado brasileño
Tres mujeres viven un horror para el que será necesario inventar un nombre. Son sanömas, un grupo de la etnia yanomami, y su pueblo, Auaris, se encuentra en lo que los blancos llaman Roraima, en la frontera entre Brasil y Venezuela. No entienden la idea de frontera, para ellas solo hay una tierra, en la que no hay vallas. No hablan portugués, hablan su idioma. En mayo, estas mujeres y sus bebés fueron trasladados a Boa Vista, la capital de Roraima, con síntomas de neumonía. En los hospitales, los niños se habrían contagiado de la covid-19. Y murieron. Sus pequeños cuerpos desaparecieron, posiblemente fueron enterrados en el cementerio de la ciudad. Dos de las madres tienen la enfermedad, están amontonadas en la Casa de Salud Indígena, abarrotada de infectados. Allí, corroídas por el virus, suplican por sus bebés.
Con la ayuda de varias personas, una de ellas logró enviarme un mensaje, grabado en sanöma, en el que cuenta lo que vive. Y dice: “Sufrí por tener este niño. Y estoy sufriendo. Mi gente está sufriendo. Necesito llevar el cuerpo de mi hijo a la aldea. No puedo volver sin el cuerpo de mi hijo”. Escucho el mensaje antes de la traducción. No entiendo las palabras. Pero comprendo el horror. El lenguaje universal de quien está siendo arrancada del mundo de los humanos.
Ser arrancada de una aldea en el interior de la selva amazónica porque tu hijo tiene síntomas de una enfermedad, neumonía, transmitida por los primeros blancos que diezmaron la población yanomami el siglo pasado, es violencia. Pasar de ese mundo al espacio de un hospital, un hospital abarrotado debido a la covid-19, es más violencia. Que tu bebé se contagie de una segunda enfermedad, cuando estaba allí para curarse de la primera, que todavía era una hipótesis, es aún más violencia.
Y entonces ella pierde a su hijo. Cada una de ellas pierde a su hijo.
Las madres sanömas no entienden portugués. Aunque Roraima es el Estado más indígena de Brasil y casi 200 yanomamis ya se han contagiado de coronavirus, no tiene traductores para esta población. Nadie les explica nada. Las mujeres no entienden lo que dicen los blancos. Y los cuerpos de sus hijos desaparecen. Una de las líderes de la comunidad, que entiende portugués, explica que los tres bebés pueden haber sido enterrados en el cementerio. Pero no están seguros. Nadie les asegura nada, ni a ellas ni a las líderes.
El fiscal federal de Boa Vista, Alisson Marugal, envió un oficio al Distrito Sanitario Especial Indígena Yanomami para obtener información sobre el paradero de los cuerpos de los bebés. “La situación es muy complicada, especialmente con respecto a la población yanomami. Hemos tenido cuatro muertes oficiales y, en todas ellas, hemos tenido problemas. El primer caso fue el de un adolescente de 15 años. No nos atendieron bien, nos daban poca información o contradictoria, y también estamos investigando si hubo falta de asistencia médica”, afirma. “El caso de los bebés sanömas se está empezando a investigar ahora. No sabemos si se diagnosticó covid-19 y, de ser así, qué protocolo se aplicó y dónde fue el entierro”.
Marugal asumió el cargo en plena pandemia, dice que está trabajando de lunes a lunes para enfrentar un escenario que presenta grandes desafíos. “No descarto la posibilidad de presentar, en el futuro, una acción civil pública pidiendo daños morales, no solo para los padres, sino para toda la etnia yanomami”, afirma.
Enterrar el cuerpo de un yanomami es arrancarlo del mundo de los humanos
La cantidad de violencia contenida en esta serie de actos infligidos a las mujeres sanömas es enorme, incluso para los estándares del Estado brasileño, un histórico agente de agresiones contra los pueblos indígenas. Pero la violencia va mucho más allá. Porque si, para un blanco, el dolor es lo que viven muchas familias en esta pandemia —sin poder despedirse de sus seres queridos, sin poder enterrarlos debidamente por el protocolo de bioseguridad—, para una mujer yanomami, para un hombre yanomami, enterrar a uno de los suyos es incomprensible e inaceptable.
Los yanomamis no se entierran. Nunca, en ninguna circunstancia, se entierra un cuerpo. Los cuerpos se incineran y se celebra un largo ritual para que el muerto pueda morir para sí mismo y para la comunidad. Los yanomamis no son individuos, como lo es un blanco que vive en Brasil, México o España. Un yanomami se entiende como parte de una comunidad y se entrelaza con varias dimensiones de mundos visibles e invisibles en relaciones mediadas por chamanes. Los rituales de muerte deben seguirse con pelos y señales y tardan meses, e incluso años, en completarse. Varias aldeas acuden a la comunidad del muerto para participar en la cremación, en un primer momento. Luego, las cenizas se guardan.
Meses después se celebra la segunda parte, cuando vuelven los visitantes. El muerto se recuerda por sus hechos, sus rencillas, todas las marcas importantes de su trayectoria. Se recuerda para poder ser olvidado, para que sus marcas se borren y la comunidad pueda seguir adelante. En el último acto, las cenizas de los muertos se mezclan en gachas de plátano para que el que murió se disipe en el cuerpo de todos.
El ritual hace que el recuerdo del muerto también muera, para que los vivos puedan vivir. Si el ritual no se lleva a cabo, el muerto no puede ser olvidado ni se dejará olvidar, lo que causa un gran daño a sus familiares y a toda la comunidad. El ritual de muerte yanomami es extremadamente complejo y sabio en su simbología. El rito es colectivo y también es un momento para establecer relaciones sociopolíticas e incluso amorosas. Al final, solo hay un muerto, el que murió —y no los vivos que siguen muertos porque no pudieron hacer el luto, como sucede tan a menudo en el mundo de los blancos, que ya no tienen el tiempo ni el espacio para transmutar la falta en la ausencia de la que hablaba el poeta Carlos Drummond de Andrade—.
Enterrar el cuerpo de un muerto es un horror absoluto para el pueblo yanomami. Es arrancarlo del mundo de los humanos. “Para estas madres, saber que sus hijos están enterrados en el cementerio de la ciudad es equivalente a que una mujer blanca tenga que vivir con la idea de que el cuerpo de su hijo ha sido arrojado y expuesto en una plaza pública”, dice Sílvia Guimarães, profesora de antropología de la Universidad de Brasilia, que estudia al pueblo sanöma hace muchos años. Es una de los 40 investigadores y simpatizantes de la Red de Apoyo a los Yanomamis y Ye’kwanas, formada para enfrentar la invisibilidad del sufrimiento de los yanomamis durante la pandemia, por medio de la difusión de análisis cualificados.
Sin un plan de emergencia, el 40% de los yanomamis pueden estar infectados
La Tierra Indígena Yanomami cubre un área de aproximadamente 9,6 millones de hectáreas en la frontera entre Brasil y Venezuela, en los Estados de Amazonas y Roraima. Más de 26.000 indígenas están esparcidos por más de 300 aldeas. El subgrupo sanöma está compuesto por 3.164 personas, según datos de 2018 del Instituto Socioambiental. Algunos grupos viven voluntariamente aislados, lo que significa que prefieren no convivir con los blancos. Desde los primeros contactos, a partir de 1910, los yanomamis han sido diezmados por enfermedades, a las que llaman xawara, y también por los disparos de los garimpeiros (buscadores de oro y diamantes), que invaden sus tierras.
Davi Kopenawa, el gran intelectual y líder yanomami, ha denunciado al mundo que su pueblo corre el riesgo de ser exterminado. Llama a los blancos “el pueblo de las mercancías”. Su hijo, Dario Kopenawa, de la Hutukara Asociación Yanomami, lidera la campaña “¡Fuera los garimpeiros! ¡Fuera la covid!”. En plena pandemia, hay más de 20.000 garimpeiros en la tierra de los yanomamis, considerados los más vulnerables al coronavirus en la Amazonia. Un estudio realizado por la Universidad Federal de Minas Gerais, el Instituto Socioambiental y la Fundación Oswaldo Cruz muestra que, si no se crea un plan de emergencia para evitar la transmisión entre los yanomamis, el 40% de la población que vive en aldeas cercanas a las explotaciones mineras ilegales podría contagiarse de la covid-19.
Según el boletín más reciente de la Red de Apoyo a los Yanomamis y Ye’kwanas, del 21 de junio, hay 168 contagiados y cinco muertos. La Casa de Salud Indígena, donde llevan a los yanomamis, se ha convertido en uno de los principales focos de contagio. Según la red de investigadores, más de 80 indígenas ya se han contagiado allí, el 48% de los casos de la covid-19 detectados entre los yanomamis y los ye’kwanas. Hay casos de pacientes yanomamis que fueron dados de alta de otras enfermedades y hacía más de dos meses que esperaban para volver a la Tierra Indígena. Acabaron contagiándose de la covid-19 en la Casa de Salud Indígena.
Desde que el primer adolescente yanomami, de 15 años, murió por coronavirus, el 9 de abril, la desesperación se ha multiplicado. Víctimas de masacres de todo tipo perpetradas por los blancos, parecía imposible que hubiera alguna forma de violencia aún desconocida. Pero siempre hay una. Los yanomamis comenzaron a ver cómo desaparecían los cuerpos, las autoridades les daban explicaciones vagas sobre entierros que apenas podían entender. “Es una tremenda falta de respeto por nuestra cultura. Se están enterrando los cuerpos sin que nadie explique nada, sin consultar a las familias, sin pedir permiso a las madres. Ellas no saben dónde están enterrados sus hijos. Yo, que soy su representante, no tengo ni idea de dónde están enterrados”, dice Dario Kopenawa. “Queremos saber dónde están y cuándo podremos desenterrar los cuerpos para llevarlos a la aldea, donde nacieron y crecieron, donde viven sus padres, sus tíos, sus primos, donde el alma de los niños puede ser feliz. Entendemos la necesidad de que haya protocolos [de bioseguridad], pero necesitamos tener información y entender qué va a suceder. Necesitamos saber cuándo se nos devolverán los cuerpos. Queremos saber cuánto tiempo sobrevive el virus en el cuerpo. Si los infectólogos nos lo explican, lo entenderemos y podremos respetarlo. Y podremos transmitir esa información a la comunidad”.
Según la Red de Apoyo a los Yanomamis y Ye’kwanas, el protocolo de bioseguridad determina que pasen tres años antes de exhumar un cuerpo, pero hasta ahora ni siquiera hay pruebas de que los niños tuvieran la enfermedad. “¿Por qué tres años? ¿Por qué no más? ¿Por qué no menos? ¿Quién se lo explica a las mujeres yanomamis?”, pregunta Sílvia Guimarães, en una entrevista a EL PAÍS.
La antropóloga Braulina Baniwa es una de las mujeres indígenas que, a pesar de pertenecer a otro grupo étnico, se ha solidarizado con las madres sanömas: “Estas mujeres sufren una violencia desmedida. Una parte de cada una de ellas permanecerá fuera del territorio”, dice. “Además de todo lo que están viviendo, no hablan portugués y pocos tienen la sensibilidad para entenderlas”, añade. Baniwa forma parte del Laboratorio Matula, creado a partir del grupo de investigación “Sociabilidades, diferencias y desigualdades”, del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico.
En una carta pública, el Laboratorio Matula declaró: “En el caso de las mujeres sanömas, destaca el dolor de la mujer indígena en esta pandemia, que deja el cuerpo de sus hijos sin la posibilidad de negociar los términos de las ceremonias de clausura de esta vida, lo que viola sus derechos como pueblo. Esta escena se repite en varios lugares en Brasil, pero ¿cuál es el peso de este dolor para una mujer indígena, que no domina el portugués, que está lejos de su red de apoyo y espera para saber si se ha contagiado? ¿Cuál es la posibilidad de que se le escuche, de que su experiencia sobre la muerte se comparta y se decida? Estamos de acuerdo en que las formas de contagio son múltiples y arriesgadas, pero todavía hay algunas preguntas por hacer: ¿es posible ser transparente, abierto al diálogo, compartir conocimientos y decisiones? ¿Con qué criterios éticos viviremos en esta pandemia? Esta pandemia evidencia la desigualdad social y lo que se normalizaba. La infraestructura de los servicios públicos se ha desentendido de esta parte de la población, el riesgo de que mueran niños y sus madres indígenas aumenta. Y la acción está paralizada. Las mujeres sanömas son la fuerza de esta mujer indígena, del territorio, de la selva, de las labranzas, de la comida, de los ríos, que tratan para cuidar la vida y merecen respeto, cuidado y admiración por parte del Estado”.
Los líderes yanomamis exigen un protocolo indígena para los muertos de covid-19. “Queremos que puedan higienizarse los cuerpos o, si eso no es posible, que se incineren. Entonces podremos llevar las cenizas a las aldeas”, dice Dario Kopenawa. No hay crematorio en Boa Vista. Y tampoco parece haber ganas de comprender el drama de los indígenas en una sociedad donde impera el racismo contra los pueblos originarios: 896.917 personas, el equivalente al 0,47% de la población total de Brasil, según el Censo de 2010 del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística. La riqueza cultural que representan se expresa en 256 pueblos que hablan más de 150 lenguas diferentes. Diezmados por virus y balas hace cinco siglos, han resistido hasta nuestros días. Y entonces ha llegado la covid-19. El Gobierno de Bolsonaro, que tiene como uno de sus principales proyectos permitir la explotación privada de las tierras indígenas, no hace nada para detener la enfermedad, que ya atraviesa la selva amazónica y está produciendo una nueva masacre.
Según Dario Kopenawa, los garimpeiros han contagiado a los yanomamis de la covid-19. En Boa Vista, los garimpeiros no solo circulan y se infiltran en el sector público, por varias puertas, sino que también se convierten en monumento de plaza pública. Esta realidad cotidiana expresa la tensión entre los pueblos originarios y los blancos que llegaron allí primero gracias a proyectos estatales y luego por su propio pie. “Antes de la pandemia, ya teníamos la enfermedad de la explotación minera ilegal, nuestros ríos estaban contaminados de mercurio, nuestra gente moría de tuberculosis y neumonía. Ahora también nos han traído la covid-19”, dice. Con los garimpeiros, la malaria también se está propagando y produce víctimas entre los indígenas de todo el territorio. “Y después de todo eso, encima nos entierran”, dice Dario Kopenawa. “Nunca se había enterrado a un yanomami. Nunca. Creo que, sí, es violencia. Pero creo que no habernos consultado o no haber pedido nuestra autorización también es un delito”.
EL PAÍS entró en contacto por teléfono con el coordinador interino del Distrito Sanitario Especial Indígena Yanomami, Antonio Pereira. Al enterarse del tema del reportaje, alegó que no podía responder las preguntas porque estaba en una reunión y se comprometió a entrar en contacto tras sus compromisos. Ante la insistencia del periódico de fijar una hora para la entrevista, le pasó el teléfono a un asistente, que afirmó que llamarían. Hasta la publicación de este reportaje, no ha sido posible restablecer el contacto con el responsable del Distrito Sanitario Especial Indígena Yanomami.
El bebé que nació, murió y desapareció
Hay también una cuarta mujer yanomami que sufre covid-19, a la que llevaron al hospital para que diera a luz y nunca más volvió a ver el cuerpo de su bebé. El recién nacido, según el fiscal Alisson Marugal, habría muerto por complicaciones no relacionadas con la covid-19, pero un empleado del hospital habría escrito indebidamente en el documento que se sospechaba que tenía la enfermedad. Según la información obtenida por EL PAÍS, la familia pertenece a otro grupo yanomami, que vive en la región llamada Misión Catrimani, en la aldea Nara Uhi. El bebé prematuro, de siete meses, nació y murió el 28 de abril. Y también desapareció.
El relato del padre de este bebé a la Red de Apoyo a los Yanomamis y Ye’kwanas muestra cómo el virus ha empezado a diezmar a los yanomamis, y también cómo el Estado perpetúa la violencia al producir nuevos sufrimientos. A este yanomami se le conoce entre los blancos como Remo:
“Sucedió así... Primero, el chamán André presentó síntomas de covid. Es el mayor, fue el primero en enfermar. Entonces, Miguel hizo chamanismo para curar a su padre y también cayó enfermo. El día después de que Miguel comenzara a sentirse mal, se fue caminando al ambulatorio de Misión Catrimani. La tercera persona que enfermó en nuestra comunidad fue mi mujer, Zita Rosinete, que estaba embarazada. Tenía tos, diarrea, fiebre, dolor de cabeza, dolor en el pecho y mucho dolor en el vientre. Los chamanes no le hicieron ningún trabajo, porque tenían miedo de enfermar, ya que esta enfermedad es muy fuerte.
“Al día siguiente, después de que Zita Rosinete tuviera fiebre, fuimos andando al ambulatorio de Misión. Allí me puse muy triste. Rosinete se desmayó tres veces. Estaba muy débil y tenía mucha fiebre. El 27 de abril, nos trasladaron en avión de Misión Catrimani a la maternidad de Boa Vista. Cuando llegamos al hospital, se desmayó otra vez y la cogí en brazos... Por lo tanto, quizás tengo la covid dentro de mí. Pero me hice la prueba por la nariz y la boca, y dio negativo. [Remo más tarde se contagió en la Casa de Salud Indígena y dio positivo.]
“Mi esposa estaba teniendo dificultades para respirar, estaba muy débil y ¡casi muere! Y le pregunté al médico: ‘¿Se morirá?’ ‘No. Todavía está un poco fuerte por dentro’, dijo. En la maternidad, nos pusieron a dormir separados de otras personas.
“Mi hijo murió. El mismo 28 [de abril], el mismo día en que nació, murió. Nació por la mañana y murió por la tarde. Zita Rosinete estaba muy débil, pero todavía estaba un poco fuerte, porque no quería morir. Si hubiera pensado en morir, habría muerto.
“No vi a mi hijo. Zita Rosinete dio a luz al bebé, los médicos lo tomaron y dijeron: ‘Llévenlo al hospital, a la UCI’. Y se murió. Me puse muy triste. Todavía estoy triste. El médico no dijo por qué murió. Solo me preguntó: ‘Oye, ¿eres el padre?’. ‘Sí, soy el padre’. ‘Lo siento, tu hijo ha muerto. Le costaba mucho respirar y por eso ha muerto’.
“Creo que murió a las 14.00, pero no lo sé... Está en el documento. Le dije al enfermero: ‘¡Quiero ver a mi hijo!’. Pero él dijo: ‘Espera, solo más tarde. Los médicos aún lo están examinando’. Entonces esperé, esperé, esperé y después llegó la información: ‘Tu hijo ha muerto durante el día’. El cuerpo creo que todavía está allí, en la UCI, no sé dónde está. En la Casa de Salud Indígena tampoco dijeron dónde está el cuerpo de mi hijo. No dan información sobre dónde está el cuerpo. Tengo un papel que habla de mi hijo [Declaración de nacido vivo] y aquí, en la Casa de Salud Indígena, la enfermera me preguntó: ‘¿Dónde está tu hijo?’. Le dije: ‘¡Murió!’. ‘¿Dónde está el documento que dice que murió en la maternidad el día 28?’. ‘¡No lo sé! ¡Los médicos no me lo dieron!”.
Remo y Rosinete solo pudieron volver a su pueblo el 19 de junio. Sin el cuerpo de su hijo. Y de esta forma se produjo otro desgarro de violencia en el pueblo yanomami. La Fiscalía está investigando el caso y también el de otras muertes de adultos cuyo cuerpo piden los yanomamis.
“Robar los muertos ajenos es la fase suprema de la barbarie”
El antropólogo francés Bruce Albert compara “el entierro secreto y obligatorio (‘¡bioseguro!’)” de las víctimas yanomamis de la covid-19 con la “desaparición” de los cuerpos de las víctimas de los torturadores en la dictadura militar de Brasil (1964-1985). “Robar los muertos ajenos y negar su luto siempre ha sido la fase suprema de la barbarie, en el desprecio y la negación del otro (étnico y/o político)”, afirma en una entrevista a EL PAÍS. Albert escribió en 2010, junto con Davi Kopenawa, un libro que es un hito en la historia de la antropología: La caída del cielo.
En 1993, el episodio conocido como la Masacre de Haximu, en la que 16 indígenas fueron asesinados por garimpeiros, muestra la importancia innegociable que los yanomamis dan a sus rituales funerarios. “Incluso con el terror de ser cazados por los garimpeiros, no dudaron en arriesgar su vida para recuperar a sus muertos, llorarlos y quemarlos debidamente mientras huían”, recuerda Albert. “Para los yanomamis, es mejor morir que dejar a sus muertos sin sepultura”.
En las guerras antiguas, los guerreros yanomamis siempre daban una tregua para que las mujeres de sus enemigos pudieran recuperar a sus muertos en la selva y llorarlos debidamente. Hacer “desaparecer” a los enemigos muertos, según el antropólogo, se consideraba “un deshonor y una manifestación de hostilidad literalmente inhumana: digna de los animales feroces o los espíritus malignos de la selva”.
Al final de la entrevista, Bruce Albert todavía dice: “Espero que sea útil para que tus lectores lo entiendan: no hay peor afrenta y sufrimiento para los yanomamis que hacer ‘desaparecer’ a sus muertos”.
El caso de los bebés sanömas abre un nuevo capítulo de violencia del Estado brasileño contra los pueblos originarios. La falta de respeto y la indignidad con que las autoridades públicas tratan la muerte son las mismas con las que tratan la vida. No basta matar contagiando el virus, también tienen que torturar a mujeres y hombres. Este capítulo solo está empezando, pero las víctimas ya le han dado un título: genocidio.
Traducción de Meritxell Almarza.
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