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Extrañas parejas de confinamiento

El estado de alarma pilló de visita a José en casa de su novia y encerró a Rocío con su inquilina de Airbnb. De una historia de amor entre compañeros de piso a un independizado que tuvo que volver a casa de sus padres.

Rocío y Lola conversan en el salón de su apartamento en el centro de Madrid.
Rocío y Lola conversan en el salón de su apartamento en el centro de Madrid.INMA FLORES (EL PAIS)
Noor Mahtani

Probablemente no se hubieran elegido como compañeros de cuarentena, pero el coronavirus les confinó juntos. El azar ha unido a una prejubilada con una treintañera a la que alquiló una habitación en enero. A un nonagenario al que el encierro pilló en casa de su novia y que se preguntó “¿por qué no?”. Y a un universitario que volvió a la de sus padres y tuvo que adaptarse a sus normas tras años viviendo solo. Estas son sus historias:

José, 95 años: “Convivir con María dos meses ha sido la dicha mayor que he tenido”

José Cobo, 95 años, conoció a María Cano, 84, hace tres años en el centro cívico de León. Ella tenía “de todo un poco”: “abnegada, buena y cariñosa". Viudos hace 13 años, decidieron lanzarse a un romance “muy sano e intenso” porque “vida no hay más que una”. El domingo en que se decretó el estado de alarma, estaban en casa de ella y ni se lo pensaron. El leonés llamó a su hijo para que le trajera la ropa y el neceser.

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Las tardes pasaban entre lecturas, partidas al tute y “algún que otro besito”. Apenas discutían porque ambos tienen mucho carácter y saben “cuándo parar las cosas”: “Estos dos meses han sido la dicha mayor que yo he tenido”, cuenta Cobo, que el 7 de mayo volvió a la casa que comparte con su hijo, nuera y nietos, y que está más adaptada a sus necesidades de movilidad. “La echo mucho de menos, pero hablamos tres o cuatro veces al día”. Las siguientes fases de desescalada traerán la rutina de antes: “Cogeremos el autobús y nos encontraremos en la parada de Santo Domingo. Y tampoco está mal así”, añade. “Aunque somos muy mayores ya, tenemos la ilusión de los 18 años”.

María Cano y José Cobo.
María Cano y José Cobo.Familia Cobo

Rocío, 63 años: “Ha sido como confinarme con una hija”

Lola y Rocío llevan desde enero conviviendo en un pequeño piso en el paseo de las Delicias de Madrid. La primera, gallega de 30 años, vino a la capital con un contrato de trabajo y alquiló una habitación en casa de la segunda, Rocío Bedmar, de 63 años, que llevaba más de 13 viviendo sola. “Nos entendimos desde el primer día”, cuenta Bedmar. “Por su trabajo y mi rutina no parábamos casi por casa”. Hasta que llegó la cuarentena.

La joven gallega, que prefiere no dar su nombre real, no quiso volver a su tierra por “responsabilidad ciudadana”. Y porque nunca imaginó que el confinamiento se extendería tanto. Bedmar reconoce que se alegra: “He aprendido mucho de ella, aunque no se lo haya dicho. Saber que, aunque esté liada, está, me ha dado mucha tranquilidad. Es como si me hubiera confinado con una hija”. “Las cosas fluyeron bien”, coinciden. No recuerdan haber discutido y creen que la clave tiene cuatro patas: Greta, la gatita. “Es el pegamento”, sentencian.

Rodrigo, 19 años. “Es difícil volver a tener normas”

Hace dos años que no vive con sus padres. Rodrigo se mudó en 2018 a Reino Unido, donde cursa un grado en Informática. Volvió a casa de sus padres, en Gran Canaria dos días después del estado de alarma porque “ya no tenía nada más que hacer allá”. Hizo las maletas con ganas de verles y de pasar una semana con ellos. Pero vinieron otras nueve. “Para eso sí que no estaba preparado”, cuenta este joven de 19 años que prefiere dar un nombre falso “para no herir los sentimientos” de sus progenitores.

El principal problema es la privacidad. “Si tengo la puerta cerrada tocan, me abren...”, comenta entre susurros para que no le escuchen. “No entienden el concepto de intimidad, les parece una tontería”. Sueña con volver a la universidad y encontrarse con sus amigos, no dar explicaciones y ser “libre de nuevo”: “Es muy difícil volver a tener normas”. Aunque no todo son contras. “Un pro muy muy grande es la comida. Eso es así”. Al colgar, le espera la mesa puesta.

Sara, 25 años: “Nunca pensé que me fuera a enamorar de mi compañero de piso. Y menos ahora”

La primera vez que Sara vio a Alejandro fue para firmar el contrato del apartamento en el que vivirían juntos. Ella se había mudado de Toledo a Madrid para buscar trabajo como psicóloga y encontró una habitación libre en la casa en la que residían Marta y Alejandro. “Cuando le vi me pareció guapillo, pero sin más. Yo era la típica que decía: Con un compañero de piso ni de coña”, cuenta entre risas. Ocho días más tarde del primer encuentro, el Gobierno anunciaba el estado de alarma y Marta decidió volver a casa con sus padres. Sara y Alejandro se convirtieron entonces en compañeros de confinamiento. Y poco después, en pareja.

“Aunque parezca una locura, ha sido muy natural estar confinados”, cuenta tímida Sara. Él, ingeniero, pasaba las mañanas teletrabajando en su habitación. Y Sara –que aún no había encontrado trabajo– deseando que llegara la hora de la comida para charlar. “Aprovechaba cuando curraba para contarles la historia a mis amigas. Susurrando, claro”. Las noches pasaban algo más rápido con conversaciones de música y películas hasta el amanecer. “El primer sábado hicimos clic y yo decidí dejarme llevar. Que pasara lo que tenía que pasar”, narra. Y pasó. “Nunca pensé que me fuera a enamorar de mi compañero de piso. Y menos ahora”, reconoce.

La historia clásica de un romance “pero al revés”: “Empezamos sacando lo más íntimo. Y ahora que llega la fase 1, empezaremos a quedar con amigos e irnos de cañas”, comenta con cierto tono de preocupación. “No nos llamamos novios pero… por no ponerle esa etiqueta. Me da mucho miedo lo que viene. La normalidad, vaya”, añade.

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