Sobrevive: compra en tu comunidad
Ahora vamos a los comestibles del otro lado de la avenida, aunque debamos caminar dos calles más
Debo aceptar que no me gusta el comercio. Así, en general, como actividad humana. Me angustia, me tensa, me deprime. Quizá se deba a que mis padres pasaron, a lo largo de sus vidas, por etapas de vacas famélicas en las que tuvieron que ejercer de vendedores. Y de los dos no se hacía uno. Mi padre, por ejemplo, a pesar de ser un tipo culto, cayó en todas las estafas piramidales posibles. La última vez que intentó “emprender” algo, siendo ya octogenario, fue enganchado en la distribución de un jugo de bayas brasileñas que fingía aliviar todas las enfermedades conocidas. Claro que el brebaje no curaba ni el hipo. Tampoco tenía buen sabor. Mi padre terminó quedándose con 10 cajas de un líquido de color uva y ligeramente nauseabundo, que no sirvió ni para regar las macetas y que hubo que tirar al caño.
Esto viene a cuento porque ahora mismo, aunque siempre me ha provocado esa mezcla de incomodidad y repeluzno que comento, el comercio me preocupa muchísimo. La pandemia aún no estalla a toda máquina en mi ciudad, Guadalajara, pero los negocios de mis amigos ya pueden contarse entre las víctimas: están delicados, en respiración asistida o, de plano, muriendo. Y los del barrio no se ven mejor. Mis pesadillas están pobladas por las caras de derrota de las chicas que acababan de abrir un gimnasio en la esquina y que debieron retirar el letrero y entregar las llaves del local apenas a la segunda semana de “distanciamiento social”, antes de acumular más pérdidas.
Así, pues, parte de la rutina que hemos establecido mi esposa y yo consiste en reflexionar cada compra y redirigirla, caso por caso, a negocios a los que nuestro dinero pueda ayudar. Y hablo del comercio de nuestros amigos, de nuestro barrio y el de las tiendas locales o cercanas que ofrecen productos que nos interesan (libros, calzado, ropa, etcétera). Hemos decidido pasar de las cadenas comerciales. Ni Walmart ni Amazon ni 7 Eleven van a desaparecer: en cambio, los negocios de nuestra comunidad sí corren ese albur.
Ahora vamos a los comestibles del otro lado de la avenida, aunque debamos caminar dos calles más que a la tienda de conveniencia de cadena. Encargamos la comida a la frutería, a la carnicería y a la panadería del barrio y evitamos el supermercado. Le compramos el alimento de los perros a unos vecinos (cuya tienda lleva el mejor nombre posible, además: Don Kroketón) aunque Amazon ofrezca más barato el costal, porque la tranquilidad económica de Jeff Bezos está garantizada y la de nuestros vecinos no. Cada libro que hemos encargado en estos días (tantas horas de encierro se apuran mejor con literatura) ha sido a una editorial independiente o una librería en línea.
Y no es que nos sintamos héroes. A ver: soy escritor y me imagino que, en mi escala, un vendedor también. No expendo los libros como objetos, pero le vendo manuscritos a los editores. Y ellos distribuyen los volúmenes que mucha de esta gente, los amigos y los conocidos y los libreros de los que hablaba, compran. Mis libros, sí, cuando podrían hacer un poco más millonario a, no sé, Stephen King. Por eso digo que no hay que dárselas del salvador del mundo: al gastar el dinero en tu comunidad, ayudas a tu propia supervivencia. Sostienes a los que te sostienen a ti.
Por eso hasta aquel superhéroe corporativo solía decir: “Apoya a tu Spiderman local”.
Antonio Ortuño es escritor mexicano. Su último libro es Olinka (Seix Barral).
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