Éramos felices y no lo sabíamos
En el barrio dicen que más lejos hay un quiosco abierto. Pienso ir un día hasta allí, toda una excursión furtiva en estos tiempos, a ver a este tipo heroico y, si pudiera, le llevaría un jamón
El domingo fui al quiosco y el hombre me dijo que al día siguiente cerraba, que ya pasaba miedo. Pero me contó que otro quiosco, más lejos, seguiría abierto contra viento y marea. En el barrio ya circulan los datos útiles como leyendas. Pienso ir un día hasta allí, toda una excursión furtiva en estos tiempos, a ver a este tipo heroico y, si pudiera, le llevaría un jamón. Alguna vez le he comprado el periódico, pero ahora quiero verle de cerca con nuevos ojos. Cómo no había reparado antes en él, en sus cualidades especiales. Pero me está pasando con gente en la que apenas reparaba. No veíamos lo que teníamos delante. Ni al vecino de enfrente, que ayer por primera vez hablamos con él, de balcón a balcón, como en las películas italianas, algo que siempre quise hacer. Solo nos preguntamos qué tal y si todo iba bien, suficiente para empezar después de cuatro años.
Me pregunto si la venta de periódicos en el quiosco caerá o si, con tiempo para leer y el deseo de salir con cualquier excusa, se mantendrán las ventas o, quién sabe, subirán. La vida puede ser muy sorprendente. Si no, miren cómo estamos ahora, y hace nada nuestro principal problema era dónde ir en Semana Santa.
También tuve una conversación emotiva con el panadero. Fui temprano, estábamos solos, y me hizo allí mismo un monólogo que podría ser de Shakespeare. Me dijo: “Creo que es mi obligación estar aquí, que siga habiendo pan, que la gente pueda comprar un dulce, un cruasán, que no pierda algo de normalidad. Podíamos cerrar, creo que podríamos aguantar, pero no sé, creo que es nuestro deber estar aquí”. Pensé en la frase de Churchill, que la democracia es que llamen de noche a tu puerta y sepas que es el lechero. La normalidad es bajar por el pan, y que haya. Mi panadero es un pilar del sistema.
En la farmacia no hay termómetros, ni gel, ni guantes. Sí hay alcohol, que el otro día no había. Me dejan en lista de espera para el termómetro. En casa tenemos seis, electrónicos, acumulados con los años, que no chutan. “Quizá es la pila”, me dice con tacto la farmacéutica, “hay que cambiarla”. Como soy un zoquete nunca lo había pensado, y siempre compraba otro. Antes había un termómetro en casa, de mercurio, que duraba toda la vida. Era El Termómetro, una institución, que duraba para siempre, pero eso era cuando también otras instituciones parecían de fiar. Los termómetros que van a traer, me informan, serán de no sé qué líquido que no logro entender. Son más latosos, porque tardan más tiempo, pero eso es lo que más tenemos ahora, tiempo. Ya no tenemos tanta prisa. Es más, queremos cosas que nos llenen el tiempo, no que nos lo ahorren.
Recuerdo otra conversación con el peluquero, antes de que ni siquiera soñáramos con que viviríamos esto. En esas charlas erráticas, con la radio de fondo, que se tienen en la peluquería, acabamos hablando de cómo de pronto se rompe la normalidad, porque él es venezolano. Me contó cómo fue degenerando la situación, no le quedó otra que emigrar, y cómo ahora cada mañana de su vida recordaba el día que tuvo que cerrar la puerta de su casa e irse, y cómo cada noche sueña con el momento en que volverá a meter la llave en la cerradura y podrá regresar a ella. Se me quedó una frase. Me contó que ha evocado muchas veces cómo era la vida antes de todo, las charlas intrascendentes en el bar, con los amigos, quejándose de esto y lo otro, cómo pasaba el tiempo de forma intrascendente. Y dijo: “Éramos felices y no lo sabíamos”. Me gustaría ahora llamarle y preguntarle cómo está, pero no tengo su teléfono, y no sé ni cómo se llama. Pero es que es mi peluquero.
Al final cerraron las peluquerías. Hubo un poco de lío con el tema, algún cachondeo, pero si esto se alarga en un mes tendremos todos greñas de troglodita. Quizá aún no hemos valorado la situación en todos sus minúsculos detalles, de qué pasta está hecha la normalidad. Tengo ganas de ver a mis vecinos con melenas. Además, esto puede causar estrés postraumático en un pueblo tan obsesionado últimamente con la perfección de sus barbas y bigotes, tan preocupado por su imagen. Pienso en todos esos futbolistas acostumbrados a cambiar de peinado cada tres días, ¿qué harán ahora por las tardes? ¿se estarán abandonando? Sin vida pública, nos quedamos sin referentes de imagen, poses y tendencias, huérfanos de tontería. No es lo mismo verles en casa en chándal, y no hay nada más imprescindible que lo superfluo. El regreso a la normalidad será explosivo.
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