Tres razones por las que el cambio climático amenaza a las democracias
Toda transición tiene sus víctimas, y esta no será menos. Si no queremos que, además de las condiciones de vida sobre el planeta, el cambio climático acabe con la democracia, habrá que adoptar medidas justas
Mientras resurge con fuerza el debate sobre las múltiples amenazas que acechan a las democracias, hay una que suele pasar desapercibida, pese a que, en realidad, lo trastoca todo. El cambio climático ha sido tratado durante mucho tiempo con la única perspectiva de las ciencias naturales, y siendo estas imprescindibles para su conocimiento, la comprensión de sus consecuencias apela también a lo económico, lo social y lo político. Se necesita investigar más y desde perspectivas transdisciplinares para entender y gestionar este reto.
De momento, existe evidencia de, al menos, tres efectos que la crisis climática tiene sobre las democracias.
1. En primer lugar, el cambio climático es un multiplicador de problemas previos. Aunque afecta a todos los seres humanos, impacta mucho más sobre los países más pobres, que son, precisamente, los menos responsables de su existencia y los que menos posibilidad tienen de hacerle frente. Entre ellos, afecta más a las mujeres, y, más aún, a las niñas. Como nos están diciendo numerosas investigaciones de organismos internacionales, la crisis climática golpea a las personas y comunidades en proporción directa a su previa vulnerabilidad.
El mismo fenómeno se da en el interior de las sociedades del mundo desarrollado. Está comprobado que fenómenos como la pobreza energética, que impide vivir en condiciones mínimas de confort cuando llegan, por ejemplo, olas de calor sofocante, afectan de forma especial a las mujeres solas con hijos a su cargo. Las consecuencias se dejan sentir tanto en la economía como en la salud. Todo esto hace de dicha crisis un factor de incremento de las desigualdades justo cuando estas son ya un desafío para la cohesión social. A los más pobres no sólo les hace más pobres, sino también más enfermos. Resurge así una pregunta repetidamente formulada en la última década. ¿Cuánta desigualdad pueden soportar nuestras democracias?
2. Por otro lado, es evidente que las democracias actuales carecen de herramientas para gestionar problemas complejos, cuyas consecuencias se perciben como algo futuro. El hecho de que sean desafíos a escala global hace que sea muy fácil justificar la inacción por la ausencia de un acuerdo planetario, sin entender que las crisis mundiales requieren asumir la parte de responsabilidad de cada cual. Y solo así se tiene legitimidad para presionar al resto a hacer lo propio.
La complejidad, por otro lado, casa mal en tiempos de comunicación rápida, eslóganes fáciles y búsqueda de salidas simples, pero el cambio climático es un fenómeno que necesita de conocimiento experto transdisciplinar, con vocación de entender y transformar la realidad. En definitiva, conocimiento para la acción. Además, aunque los efectos de la crisis climática se sienten ya, lo que ahora se haga repercutirá sobre las próximas generaciones. Es decir, los sacrificios para cambiar el modelo deben ser asumidos por una generación distinta a la que disfrutará sus ventajas. Se impone, por tanto, un acuerdo ético con el futuro, algo a lo que las sociedades actuales no parecen muy dispuestas.
3. En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, están reapareciendo con fuerza discursos ecoautoritarios que exigen actuar con urgencia ante la emergencia climática, prescindiendo si fuera necesario de los procedimientos democráticos por lentos, engorrosos, y porque las medidas que deben tomarse son impopulares. A esta visión hay que sumarle, en el lado opuesto, los discursos de las nuevas extremas derechas que hacen del negacionismo una seña de identidad en su disfraz de antisistema.
Estas son sólo tres de las amenazas que el cambio climático proyecta sobre las democracias, pero no es descartable que, conforme se profundice en su conocimiento, aparezcan más. Por eso la lucha contra esta crisis es también una batalla por más y mejor democracia, por fortalecer los valores de convivencia. En este sentido, la idea de transición justa que aportaron hace ya décadas los sindicatos en las cumbres internacionales sobre cambio climático es imprescindible.
Toda transición tiene sus víctimas, y esta no será menos. Si no queremos que, además de las condiciones de vida sobre el planeta, el cambio climático acabe también con la democracia, habrá que adoptar medidas justas que ayuden, arropen y acompañen a los perdedores de dicha transición.
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