El amor y la guerra
Este verano, el tórrido día de mi 5X cumpleaños, caminaba sola a las tres de la tarde por el desierto casco histórico de mi pueblo, cuando un grupo de operarios de unas obras municipales, cocidos quizá en su propio jugo, comentó mi irrupción en su campo visual en los siguientes términos: “¡Churriiii!”. No sé si me quedé más divertida que estupefacta, o viceversa. Tanto, que subí un tuit cacareando la anécdota. Que los señores obreros me habían arreglado el día, confesaba, mitad en broma, mitad en serio. Al punto, recibí la consabida retahíla de respuestas entre los que me reían la gracia y las que, y digo las porque eran todas mujeres, me afeaban severamente la conducta y se apiadaban de lo mal que tenía que irme en la vida si necesitaba un piropo para reafirmar mi autoestima, etcétera. Lo normal, vamos. Lo extraordinario fue que, además, tuve un mensaje privado del mismísimo alcalde en persona para, además de celebrar mi retranca, inquirirme, solícito, si me había molestado el comportamiento de los trabajadores para tomar medidas al respecto. Eso es lo nuevo. La alarma social –y política– que suscita el sexismo, bienvenida sea. Pero quizá, también, la sobreactuación y la infravaloración de algunos, y algunas, sobre lo que realmente importa.
Estoy banalizando, soy consciente. Bajando a pie de obra. Caricaturizando, de acuerdo. Uno de los tuits de una congénere me puso más en mi sitio que todas las loas e improperios de unos y otras. ¿Qué hubiera pensado si el “churri”, u otro requiebro de peor estofa, se lo hubieran dicho a mi hija adolescente sola por la noche volviendo a casa?, me inquiría. Eso es poner el dedo en la llaga. Sí, en efecto. Soy una señora de mediana edad curada de espanto en esa y otras batallas. Muchas mujeres de mi generación hemos sido feministas sin alardear de ello ni verbalizarlo hasta hace bien poco, sino por la vía de los hechos consumados. Trabajando como tíos. Asumiendo sus códigos de cara a la galería. Tragando con sus normas y costumbres para no ser expulsadas del mercado: el del trabajo y el otro. Toreando el miura del machismo a base de cintura, paciencia y mano izquierda. Lo nuevo es que las nuevas no tragan, ni torean, ni asumen ni pasan por ningún aro ni se callan ni debajo del agua y nos han contagiado esa pasión y esa energía a las mayores. Benditas sean.
Porque más allá de las diferencias en lo accesorio, o lo secundario, o lo anecdótico, como los piropos callejeros,las feministas estamos de acuerdo en lo innegociable. Hasta aquí hemos llegado, señores nuestros, en cuanto a tolerar la desigualdad pública y privada en silencio. Y ese plante, ese consenso, ese quorum de género y generacional en lo que de verdad importa, es lo que tiene tan descolocados a algunos notabilísimos que, como Javier Marías, sostienen sin rubor que no sabrían cómo comportarse con una mujer con la que quisieran intimar sentimentalmente si ahora tuvieran 30 años. O a Arturo Pérez Reverte, que diferencia entre feminismo serio y del otro. O al Nobel Vargas Llosa, que considera el feminismo como el más resuelto enemigo de la literatura, así, sin anestesia.
Hagamos examen de conciencia. Sobra sobreactuación y falta humor. Quizá por ambas partes. Porque también es cierto que a las mujeres, y hablo con conocimiento de causa, se nos permite ahora hacer, decir y escribir ciertas cosas sobre nosotras y sobre ellos que hoy no se le consentirían a ningún hombre. Suelo bromear al respecto aduciendo que milenios de opresión heteropatriarcal nos dan derecho a cinco minutos de revancha histórica. Porque el fin último de esta batalla es que no haya trincheras. Que hagamos el amor y no la guerra. Por cierto, el tuit más furibundo respondiendo a mi subidón de ego por lo de “churri” rezaba algo así como “Ya te vale: presumiendo de feminista y riéndote con un piropo machista, hay que ser patética”. Era de mi hija.
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