Las líneas rojas de los verdes
Una inversión desastrosa y los vuelos de su director de campañas dañan a la organización ecologista Greenpeace
Camino de convertirse en una red ecologista global, las dos últimas semanas han sido de prueba para Greenpeace. La ONG más famosa del ramo, con oficinas en 41 países y casi 3 millones de donantes, ha sufrido dos golpes tan fuertes que han forzado a su gente, especializada en sacarle los colores a Gobiernos y multinacionales, a pedir disculpas públicas. Debido a un error humano, el primer traspié parece fácil de explicar: sin pedir permiso, uno de sus empleados compró divisas extranjeras para financiar los trabajos de las sedes abiertas fuera del ámbito de la UE. La operación no es ilegal, y Greenpeace centraliza su gestión financiera desde su central en Ámsterdam (Greenpeace International) para protegerse de las fluctuaciones del mercado de valores. El problema es que el trabajador calculó mal la cotización del euro, y perdió 3,8 millones de donaciones particulares. Teniendo en cuenta que la propia organización cifraba en 2013 en 300 millones su presupuesto general, de los cuales 72,9 millones eran donativos, la falta de control interno le pasará, literalmente, factura.
El otro golpe recibido tal vez llame menos la atención, pero sus repercusiones pueden ser incluso mayores. Pascal Husting, su jefe de campañas, ha estado volando todas las semanas entre Luxemburgo, donde reside con su familia, y la capital holandesa, donde trabaja. En su caso, la deseada conciliación laboral ha incurrido durante dos años y medio en el mismo error de cualquier ejecutivo al uso. Es decir, ha contribuido a una emisión excesiva de gases de efecto invernadero, una de sus bestias negras. En concreto, para cubrir una distancia de 359 kilómetros por carretera, habría generado 142 kilos de CO2 en cada viaje. En dos años, es como si hubiera consumido unos siete barriles de petróleo, según el Servicio estadounidense de Protección Ambiental. Un auténtico bochorno para un grupo que reclama a los capitanes de la industria mundial que eviten los aviones por debajo de los 1.000 kilómetros. Y que, en 2010, se fue al Ártico para investigar la acidificación de los océanos asociada al dióxido de carbono.
Como el propio Husting admite al teléfono, en plena vorágine de críticas, “ir en tren me cuesta 12 horas, porque cruzo tres países, pero ahora comprendo que ha sido un error”. “Pido disculpas a todos los que nos apoyan”, agregó. Antiguo director de Greenpeace en Francia, lleva veinte años trabajando en la casa y su presencia en Ámsterdam es necesaria. Desde ahí gestiona una reorganización que vaciará la sede central, para centrarse en países desde donde pueda contrarrestarse el cambio climático. “Tendremos oficinas en Washington, Taipei, Roma, Sydney, Hong Kong o Copenhague, entre otras, pero ha llevado más tiempo del que pensaba ponerlo a punto. De una organización asentada en Holanda, pasaremos a ser una red global. Nuestra gente trabajará de otra forma, y yo abordaré esta semana mi último avión. Luego usaré el ferrocarril. La sacudida de las críticas, que han sido muchas, ha servido de acicate para acelerar los cambios”, dice. Solo en Holanda, el grupo ha perdido ya 675 donantes (suma 454.000) enfadados por sus desplazamientos. De todos modos, humillado como está, Husting cree que su caso no compromete los valores de la organización. “No nos hemos vendido a nada ni a nadie”, subraya.
Egbert Tellegen, catedrático emérito de Medio Ambiente y muy activo hoy en Milieu Defensie, la rama holandesa de Amigos de la Tierra, tiene sus dudas. “Lo de la mala inversión financiera es un gran error, mas no necesariamente un síntoma de que algo vaya mal en la organización. El empleado no se lucró y ha sido despedido. Los aviones, por contra, muestran la falta de actitud crítica ante este tipo de contaminación. Pero Greenpeace no es la única. Hay científicos muy comprometidos que no hacen más que volar para denunciar cómo se destruye el entorno. Falta modestia en el mundo del medio ambiente, ya sean universidades, Gobiernos o colectivos ecologistas”, señala.
Jan Paul van Soest, asesor en materia de sostenibilidad para el sector público y privado holandés, sí teme que el dinero perdido sea un síntoma de descontrol en la gerencia. “La gente puede pensar que Greenpeace ha perdido el norte, cuando el trasiego de cifras nada tiene que ver con sus objetivos”, dice. “Se puede ser una empresa de ámbito internacional con una misión social, pero hay que saber gestionarlo. La demanda de transparencia ha aumentado para cualquier compañía, y ellos no pueden quedarse atrás. El público quiere que su dinero se gaste de forma adecuada, y descentralizar es un ejercicio que debe hacerse bien”, asegura. Según el semanario alemán Der Spiegel, que levantó el caso, el trabajador en cuestión compró en 2013 divisas por un valor de 36 millones de euros. En 2014, se hizo con 23 millones más, siempre a través de Monex Europe, una entidad financiera con sede en el Reino Unido y subsidiaria de Holding Monex (México). Greenpeace ya vio en 2013 que la operación era un error, pero no dijo nada. El semanario apunta que los ecologistas esperaban tener antes en mano los resultados de la auditoría encargada a la firma estadounidense KPMG. Las pérdidas, claro, aparecerán en el informe anual, previsto para julio.
Kumi Naidoo, el antiguo activista pro derechos humanos sudafricano y actual director ejecutivo internacional de Greenpeace, es el motor del nuevo enfoque. Seguro de que los grandes retos medio ambientales están en los países del Sur, anima el traslado de su gente donde haya deforestación, océanos en peligro, ballenas cazadas, energía nuclear poderosa o ecosistemas exhaustos. Una ambiciosa tarea que no puede cojear en la caja fuerte. Cuando el Artic Sunrise, uno de sus barcos, fue retenido en septiembre pasado con sus treinta tripulantes en el Ártico ruso, su suerte movilizó a la opinión pública internacional. Hasta los más críticos con los métodos de los activistas, consideraron excesivo el celo de Moscú al acusarles de piratería por denunciar las prospecciones de Gazprom en la zona. Ahora, en cambio, las profusas disculpas que aparecen en todos los sitios de Internet de la organización, no han disipado el temor de los expertos consultados a que los problemas del departamento de finanzas sean estructurales.
“Vemos las ONG, especialmente las más conocidas, ya sea Greenpeace, Amnistía Internacional o Human Rights Watch, como la conciencia colectiva de la sociedad. No hemos reparado en que han pasado de ser grupos de presión desde fuera del sistema, a formar parte del mismo. Ya son organizaciones profesionales, y esperamos que manejen con eficacia su dinero, que es el nuestro”, apuntan desde el Instituto de Relaciones Internacionales Clingendael, con sede en La Haya. A pesar de que no tienen voto en Naciones Unidas, por ejemplo, su voz e influencia, y sus conocimientos, a veces superiores al de los propios Gobiernos, “les ha dado poder, visibilidad y una reputación que deben ganarse a diario”, continúan en el centro de pensamiento.
Dicho de otro modo, Greenpeace ya es adulta y su deseo de mejorar el mundo no está reñido con los controles de calidad que ella exige a los demás. “En un escenario donde los Estados solo pueden trabajar en colaboración con otros actores internacionales, entre ellos las ONG, no se puede meter el dedo en el ojo sin pensar que se está también en el ojo público”, concluyen en Clingendael.
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